Concertinas para los pobres, pasaportes para los ricos



Reino Unido concede la ciudadanía británica a los extranjeros que invierten en el país un millón de libras (750.000 en bonos del Estado o acciones de empresas nacionales, y 250.000 en inmuebles o depósitos bancarios). Con este dinero se compra el derecho a residir y a trabajar en el Reino Unido (el derecho lo adquiere el inversor para sí mismo y para los miembros de su familia). Cinco años después de la inversión, los afortunados obtienen la vecindad civil, y un año más tarde la nacionalidad.

Italia es un imán para algunos multimillonarios chinos. La isla de Lampedusa es un cementerio submarino para africanos desnudos o árabes horrorizados que huyen alocadamente de la guerra. Pero los chinos con dinero pueden instalarse en Roma, Florencia o dejarse arrullar por las aguas del Adriático si invierten en el mercado inmobiliario. La República les paga la gentileza con un permiso de residencia selectivo que se prolonga durante cinco años. Después, si el grano de mostaza aumenta, quizás les venderá la torre de Pisa o (a los enfermos de vértigo) les hará cardenales con la venia del Vaticano.

En Malta las cosas son aún más sencillas y los procedimientos administrativos han sido expurgados de cualquier pamplina ideológica, política o sentimental. Desde noviembre de 2013, quien lo desee (hasta un turco otomano, que es el reverso histórico de los caballeros cristianos de la isla) puede hacerse maltés por el precio de 650.000 euros (más un módico complemento para los niños y los animales domésticos). En esta antigua colonia británica del Mediterráneo han metido la directa: los 650.000 machacantes no son ninguna inversión, son el precio del pasaporte nacional para migrantes de calidad que alimentará un fondo específico creado para el bienestar de las futuras generaciones maltesas. El Gobierno de La Valeta ha presupuestado una expedición anual de unos 300 pasaportes.

Si el lector quiere consultar la lista completa de la Unión Europea, le recomiendo el excelente artículo de Pascual Aguelo en la revista Abogados (núm. 84, febrero de 2014). Pero, ¿y en España cómo se gestiona este asunto?; ¿qué hace nuestro país con los emigrantes de lujo? Lo que sucede en las vallas de Ceuta y Melilla, todos lo sabemos. Se ve que los desplazados del África Negra, pese a sus duelos, quebrantos y fatigas, no tienen ni idea de lo que significa el emprendimiento. Y sólo pueden invertir lo único que tienen –sus energías- en intentar sobrevivir. No sería sensato desregular el fenómeno de la inmigración masiva. Sin embargo, algunas comparaciones resultan verdaderamente odiosas.

Porque, para los emprendedores-inversores de verdad (un título que en nuestro país se obtiene comprando un inmueble de 500.000 euros, y que presenta grados superiores), España ha habilitado la llamada vía irlandesa: el premio es la concesión del permiso de residencia.

Antes la idea de patria se anclaba en la lengua, la raza y la tradición. Luego vino el patriotismo constitucional, la voluntad de compartir los valores democráticos y de integrar a los extranjeros en una comunidad espaciosa y protectora de los derechos humanos. Aquí y en Finlandia.  Hoy la leyenda mitológica del rapto de Europa es una letra de cambio endosable y pagadera al portador. La vieja casa europea es la patria del dinero. Nada produce más orgullo y honor en la Unión que ser un emprendedor. ¿Para qué desea viajar Artur Mas si, aunque se mueva, va a permanecer en el mismo garito?

Sustituir las raíces de la ciudadanía (según las doctrinas del ius soli y ius sanguinis) por un fajo de divisas es una modalidad posmoderna del reclutamiento de mercenarios. Y también de darle la vuelta a la cadena de mando. Porque, a diferencia del antiguo mercenario de soldada escasa, los nuevos residentes del ejército financiero global están en condiciones de imponer sus designios al Estado de acogida. En efecto, a cambio de aliviar la presión del déficit y la deuda estatales, socavan los vínculos simbólicos y sentimentales de la comunidad y, una vez adoptados por la nación, pueden utilizar su territorio como plataforma para el desarrollo de ulteriores negocios, no necesariamente lícitos.

Blanquear la residencia y la nacionalidad es el primer paso -¿por qué no?- para blanquear capitales. Además, esta competición inter estatal para captar inversores forzosamente degradará las normas nacionales que abren las portillas de Schengen. Una oferta desesperada por la crisis económica se bajará gradualmente más las faldas y los pantalones hasta complacer los deseos más exigentes de la demanda.

Los Estados que (en el uso de sus competencias exclusivas) venden en los mercados los derechos de residencia y nacionalidad no sólo están franqueando a inversores potencialmente indeseables sus puertas domésticas. También, como se ha dicho, están permitiendo su acceso a todo el espacio Schengen. El peligro es tan evidente que, el 13 de enero de 2014, el Parlamento Europeo ha condenado estas prácticas en una Resolución titulada “La ciudadanía de la UE en venta”.

En la España de Rajoy se ha llegado a una simbiosis perfecta entre el amor al dinero y la pasión por el folletín oriental. Hemos montado el tenderete de la residencia por dinero y algunos probablemente querrán levantar dentro de poco un mercado persa para vender el derecho de sufragio activo y pasivo.

Hemos convertido la dignidad humana en una mercancía. Los ricos tienen derechos, los pobres no.

En todo esto somos muy parecidos a nuestros socios de la Unión. Pero hete aquí que Rajoy ha pulsado el botón de la Memoria (que, por definición, es selectiva) y de pronto aparecen los sefardíes y el Edicto de Expulsión, un agravio que exige una urgente reparación. Mientras tanto, firmamos todos los días, sin contemplaciones, continuos edictos de expulsión de individuos con ojos, brazos y piernas, pero sin dinero para pagarse la fiesta.

Europa es un campo de refugiados para gente con posibles. Los europeos practicamos el deporte del perdón retrospectivo. Pedimos perdón por nuestras faltas del pasado. El perdón por las aberraciones del presente las transmitimos gustosamente a nuestros herederos. No me apetece exagerar, pero Europa no huele bien.

cuartopoder

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