Rebelion.
El paso de la reforma laboral por el Senado ha contribuido a empeorarla y, especialmente, a mostrar el gusto que le ha cogido el Gobierno a las medidas laborales coercitivas. Por ejemplo, el endurecimiento de los requisitos para la ayuda a los parados y para la extinción de la prestación por desempleo. Como si el hecho de que los servicios públicos de empleo no coloquen laboralmente a casi nadie (el 2,9% de las colocaciones, según los últimos datos) sea culpa de los parados. Y no de que se lleva mucho tiempo sin creer en los servicios públicos de empleo; de que éstos se hayan orientado más al pago de prestaciones que a la recolocación o al mantenimiento en el empleo de los trabajadores; de que el número de orientadores (en comparación con otros países) es muy bajo en relación con el número de parados; de que no exista coordinación efectiva entre el Servicio Nacional de Empleo y los autonómicos; de que la formación impartida no incorpora valor añadido para la inserción laboral de los parados.
Del mismo tenor punitivo es la ampliación de las condiciones para declarar causa objetiva de despido el absentismo laboral (materia particularmente difícil de definir y, sobre todo, de medir objetivamente), que se ha incorporado por decisión senatorial.
Con estas iniciativas, este Gobierno vuelve a la misma filosofía que impulsó la reforma de las prestaciones por desempleo realizada por el Gobierno de Gonzalez en 1992. Una ley aquella que también fue una reacción correctiva frente a la crisis y el aumento del desempleo. Y que redujo las prestaciones por desempleo, dificultó el acceso a las mismas y dio lugar a una huelga general de media jornada, el 28 de mayo de aquel año. Convirtiendo en superavitarias las cuentas del desempleo, pero sin solucionar ninguno de los problemas estructurales del sistema de protección del desempleo. Al mismo tiempo, el Gobierno propuso un proyecto de ley orgánica de huelga totalmente restrictivo. Esas fueron sus respuestas al aumento de las demandas sociales y al fuerte incremento de la conflictividad laboral que se produjo en el primer semestre de aquel año, como consecuencia de la crisis. El posterior acuerdo entre los sindicatos y el grupo parlamentario socialista sobre un nuevo proyecto de ley de huelga, fue finalmente abortado en la fase final de su tramitación legislativa por el desacuerdo del Presidente del Gobierno y de su ministro de economía con el contenido del mismo.
El debate de la reforma laboral, en concreto de las prestaciones por desempleo, en la Cámara baja ha puesto de manifiesto la utilización por parte gubernamental de una lógica típica del reformismo liberal. Utilizando la idea de que es necesario pasar a un “Estado social activo” y de que es imprescindible “activar las prestaciones sociales” asistimos desde hace bastantes años en el mundo, y en Europa, a una extraordinaria presión, que también se podría llamar chantaje, orientada a que los parados acepten cualquier tipo de empleo. Ante un panorama donde el dogma económico imperante es incapaz de generar empleos para todos, se recurre, primero, a la extensión del pseudo-empleo precario. Y, para ello, a condicionar la aceptación de cualquier empleo. El discurso sobre el reparto del trabajo y la reducción de jornada ha dado paso al objetivo de “trabajar más para ganar… menos”. Bajo el auspicio de la OCDE ya no se trata de alcanzar el “pleno empleo” sino la “plena actividad”. Que, evidentemente, son cosas muy diferentes. La calidad del empleo no importa, lo importante es tener un empleo, por poco deseable que éste sea. En ese objetivo, la culpabilización de los parados, el reforzamiento de los controles y de las exigencias sobre los que no tienen empleo no sólo son útiles, sino indispensables. Tales medidas coercitivas son tanto más necesarias cuanto que las actividades-empleos ofertadas son poco atractivas, poco remuneradas, mal protegidas por el derecho del trabajo y la protección social. Un camino que, como dice el sociólogo francés Robert Castel, más que al progreso nos recuerda las luchas laborales propias de comienzos de la época industrial.
A su vez, la manera en que el Gobierno, y sus portavoces, han defendido la reforma laboral en el Senado, es sintomático del nuevo talante “liberal-decisionista” que impregna su actual manera de actuar y manifestarse. Ha pasado de querer basar su singularidad gubernamental en la defensa de políticas sociales a identificarse con la defensa de las medidas de ajuste y de reforma socialmente más duras. Políticas todas ellas – ajuste centrado en los sectores populares, reformas regresivas en el ámbito laboral y del sistema público de pensiones, política fiscal favorable a las empresas y a las rentas del capital – preconizadas por los centros emisores del pensamiento neoliberal, desde el Banco de España hasta el Fondo Monetario Internacional, pasando por la Comisión Europea.
Si, al principio, este Gobierno parecía querer dar a entender que lo hacía porque se lo imponían, luego ha pasado a defenderlas como el acto heroico necesario para asegurar el futuro del país. No sólo como la vía más responsable – nos cueste lo que nos cueste – sino también la más correcta desde los postulados de la izquierda. Al punto de que parece haber llegado al convencimiento de que cuanto más duras son las medidas, también son más de izquierdas. Pese a que los sindicatos y otros partidos de izquierda estén contra la reforma laboral y de las pensiones, aunque el Partido Socialista Europeo preconice lo contrario de las medidas de ajuste aquí adoptadas, a contracorriente de los socialistas franceses que se oponen a la prolongación de la edad de jubilación a los 67 años. Y, según se ha visto este mes de agosto, también de los alemanes del SPD, que han reculado lo que han podido, dada la división interna, sobre lo que habían firmado al respecto durante su participación en el gobierno de coalición con la Sra. Merkel.
De tal manera que si la movilización popular no lo evita, los nuestros nos van a aplicar, como en el pasado, las medidas que temíamos y que esos mismos decían que nos podría imponer la derecha. Que luego, cuando ésta llegaba al Gobierno, tampoco muchas veces podían aplicarlas, entre otras cosas, porque, desde la oposición, los nuestros volvían a parecer de los nuestros y apoyaban la protesta sindical. Ahora, otra vez, los nuestros nos quieren convencer de que son las reformas que más nos convienen y hasta las que siempre ellos han defendido. La solución para el conjunto de la izquierda, a largo y seguramente también a corto plazo, pasa por pararles los píes, en España y en Europa.
Pese a este empeño en equiparar los recortes con las sangrías medievales que salvarán ahora al enfermo y lo fortalecerán en el futuro, en el tema del coste del despido, sin embargo, se reitera una y otra vez que esta reforma no lo abarata en absoluto. Lo que, manifiestamente, no es cierto. Ni siquiera si uno quiere confundir el coste del despido para las empresas con la indemnización que van a cobrar los trabajadores en caso de despido.
Cogiendo de referencia el eje central de la reforma, el Contrato para el Fomento de la Contratación Indefinida (CFCI), de 33 días de indemnización, que la misma generaliza - la indemnización de 45 días quedará como elemento absolutamente residual, para los contratos ordinarios, que progresivamente tenderán a desaparecer – del cuadro que figura en la parte inferior de este artículo se deduce con claridad la reducción del coste del despido producido en los últimos años para las empresas. Las medidas de la actual reforma – generalización del CFCI, extensión de la indemnización reducida (los 33 días) a los despidos objetivos simulados (es decir, declarados improcedentes por el propio empresario), redacción de las causas del despido objetivo mucho más proclive al pronunciamiento judicial favorable, reducción del periodo de preaviso, subvención a las empresas por parte del FOGASA con 8 días de la indemnización a pagar al trabajador en distintos tipos de despido – reducen a su vez de forma espectacular el coste del despido para las empresas.
Y eso es lo realmente relevante, en términos de consecuencias sociales. Si teniendo que pagar 45 días por año, con un tope de 42 mensualidades, nuestras empresas han despedido a centenares de miles de trabajadores por ese procedimiento, ¿se imaginan lo que harán cuando el coste ha pasado a ser de 25 días y un máximo de 18 mensualidades? ¿O qué sucederá cuando, gracias a las nuevas redacciones de las cuatro causas – económicas, técnicas, organizativas y por necesidades de la producción – de los despidos objetivos, les cueste despedir 12 días por año y hasta un límite de 7 mensualidades? Aún suponiendo, que es demasiado suponer, que los jueces vayan a rechazar en igual porcentaje que antes de la reforma los despidos objetivos ¿creen ustedes que los empresarios, si les conviene, no van a seguir declarándolos improcedentes, depositando la indemnización de 25 días, evitando, así, al juez y despidiendo sin mayores cortapisas? ¿Cuántos empresarios no están ya haciendo las cuentas para sustituir trabajadores antiguos, con más salario y cargas sociales y menos formación por otros nuevos, más jóvenes, sin cargas sociales y con una formación de base mucho mayor? Si no lo hacen no será por que económicamente no les salen rentables las cuentas.
Aparte de mantener íntegramente la temporalidad, la desestabilización de los trabajadores estables que esta reforma supone es difícil de imaginar en toda su amplitud. Me gustaría equivocarme, pero creo que será enorme. A lo que habrá que añadir las repercusiones que la misma va a tener sobre la negociación colectiva y el papel de los sindicatos. Y, por lo tanto, sobre el desequilibrio de la relación de fuerzas entre trabajo y capital. También, entre otras cosas, sobre los derechos de pensión de muchos trabajadores que, como consecuencia del proceso de sustitución de trabajadores viejos por jóvenes, pasarán a percibir pensiones más bajas.
Como consecuencia de la nueva regulación del despido objetivo en el Contrato de Fomento de la Contratación Indefinida y de la reducción de los días de preaviso, la percepción indemnizatoria de los trabajadores, contrariamente a lo que se dice, va a sufrir una sensible merma. Con las precedentes reformas, especialmente la de 2002, que la actual consolida pese a que el PSOE se manifestó en contra de ella, y con ésta, la indemnización que cobra el trabajador cae, respecto a la que le correspondía en 1994, entre un 30 y un 54%, según los años de antigüedad.
Pero la indemnización en caso de despido de un trabajador puede reducirse mucho más dependiendo de la otra vía abierta por esta reforma: la modificación de las causas del despido objetivo. Si como consecuencia de ello, los jueces consideran justificados los despidos que, en las mismas circunstancias, antes declaraban improcedentes, las indemnizaciones de los trabajadores perderán entre el 57 y el 72%.
Por último, al subvencionar con 8 días el despido objetivo es muy probable que para las empresas la indemnización por este tipo de despido de los trabajadores fijos y la indemnización por finalización de contrato de los temporales – tras el período transitorio de cinco años que el Real Decreto-ley establece para elevar la indemnización de éstos – sea la misma: 12 días. Que para los ideólogos de esta reforma es su objetivo último. Una peculiar manera de “acabar” con la dualidad de nuestro mercado de trabajo.
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