La tragedia de Tarajal, que costó la vida a 15 subsaharianos que el pasado 6 de febrero intentaban llegar a nado a suelo español, y los constantes asaltos masivos a las vallas de Ceuta y Melilla que se han sucedido desde principios de año, incluido el que protagonizaron con éxito 500 inmigrantes el 18 de marzo, el mayor desde el 2005, han vuelto a poner el foco en las estrategias que siguen España y Marruecos para intentar frenar la inmigración ilegal. El reto es sin duda grande, porque mientras haya causas por las que emigrar, la presión sobre la frontera sur de España no cejará. Una presión que se hace visible en las vallas de Ceuta y Melilla pero que empieza a generarse cientos de kilómetros más al sur, donde nacen las rutas que utilizan los inmigrantes para intentar, frecuentemente bajo el control de las mafias, alcanzar Europa.
«Lo intentarán y lo volverán a intentar por todos los medios. Prefieren morir a no intentarlo. Y las mafias siempre encontrarán formas de llevarlos al otro lado», asegura a este diario Hicham Baraka, presidente de la Asociación Marroquí Pro Derechos de los Inmigrantes, para quien los subsaharianos «dependen sin duda de las mafias, que se han ido profesionalizando en los últimos años».
En suelo marroquí, y también a lo largo de las principales rutas de la inmigración clandestina que parten de países como Senegal, Mali, Guinea Conacry, Guinea Bissau, Costa de Marfil y Camerún, ha ido extendiéndose un floreciente negocio que se alimenta de la desesperación de miles de subsaharianos que sueñan con alcanzar el paraíso europeo. Un negocio que a menudo sumerge al inmigrante en una especie de Estado paralelo con sus propias reglas, jerarquías y obligaciones, la principal de las cuales consiste en pagar peajes en distintos puntos del recorrido.
EL PODER DE LOS 'KINGS' / Unas redes mafiosas que tienen sus kings -sus máximos jefes-, como el apodado El viejo León: un camerunés residente en Argelia desde hace 17 años que dirige todos los tejemanejes del circuito migratorio a su paso por las ciudades de Tamanrasset y Magnia. «Él percibe dinero por cada uno de los subsaharianos que atraviesan el territorio argelino, como lo hace también el king de los subsaharianos que vive en Europa», relata el nigerino Moussa.
Las rutas de la inmigración desde el África subsahariana suelen ser siempre las mismas. La principal parte de Agadez, donde confluyen inmigrantes de Camerún, Nigeria, Sierra Leona o Ghana, y cruza Argelia para alcanzar Marruecos a través de Oujda. Otra, más próxima a la costa atlántica, recorre Senegal y Mauritania y atraviesa el Sáhara Occidental hasta alcanzar el norte del reino alauí.
Como cualquier subsahariano, Moussa pasó por caja nada más llegar a la ciudad marroquí de Oujda, donde el inmigrante indocumentado compra el derecho a «gueto» (una plaza en uno de los campamentos clandestinos, organizados por nacionalidades) y a guía, el transporte hasta los pisos patera de las principales ciudades marroquís o los bosques próximos a Ceuta y Melilla. «Entre el derecho a gueto y a guía, la suma es de unos 150 euros. Si no los tienes, permaneces en el refugio hasta conseguirlos. Los nigerianos exigen más y, en esa comunidad, las mujeres son las más vulnerables porque además de pagar 500 euros suelen llevar en la vagina cocaína para ganarse la confianza del líder», continúa Moussa.
Como sucede en cualquier organización clandestina, los guetos están muy jerarquizados y los inmigrantes apenas tienen libertad de acción.
«Si no existiera la comunidad, el gran pez se comería al pequeño pez», prosigue Moussa. Cuando aterrizó en Marruecos, hace dos años, él se sintió como un pequeño pez porque su nacionalidad, la nigerina, no tenía suficientes integrantes para formar una comunidad. Optó entonces por adherirse a la estructura camerunesa. «Es una manera de sentirse protegido», comenta Serge Diva, miembro de la Asociación de Luz sobre Emigración Clandestina en el Magreb (Alecma), para quien resulta clave el papel que ejercen los tribunales improvisados por los inmigrantes para mantener el orden en una comunidad. «Cada nacionalidad aplica sus normas. El que roba se somete a un castigo, que puede ser físico o económico. Desde dos golpes en la cara hasta la obligación de limpiar el campamento en el bosque».
La disciplina de la comunidad únicamente se rompe al final del viaje. Una vez organizado desde un bosque cercano el asalto a la frontera, ya sea por mar o por tierra, solo queda confiar en una cosa: la suerte.
Fuente: ElPeriodico
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