Aquel barco de niños aterrados y hambrientos, de adultos demacrados que lloraban a cámara pidiendo agua y comida, se convirtió en la pelota de ping pong de la crueldad regional. Tras dos meses navegando y abandonados por la tripulación que les conducía a Malasia, sus 350 pasajeros parecían condenados a morir en su ataúd flotante. Pidieron auxilio a cada costa a la que arribaban, pero de todas les expulsaban: contaba un superviviente que la Fuerza Naval tailandesa llegó a amenazar con dispararles si volvían a Tailandia.
Los pasajeros bebieron su propia orina ante la ausencia de agua potable, pelearon por la escasa comida y lanzaron por la borda los cadáveres de aquellos que no superaron el viaje (10 muertos) durante una travesía apocalíptica que sólo terminó cuando pescadores de la isla de Sumatra, apiadándose de los desventurados pasajeros, les llevaron a tierra firme en sus embarcaciones contraviniendo las órdenes de la Fuerza Naval indonesia, que había prohibido expresamente conducirles a puerto.
Ocurrió el miércoles 20 de mayo, el mismo día en que Malasia, Indonesia y Tailandia celebraban una cumbre para estudiar cómo encarar una crisis de refugiados e inmigrantes perdidos en las aguas del Golfo de Bengala y el Estrecho de Malacca desde que el 1 de mayo Tailandia actuase contra las redes de tráfico humano instaladas con total impunidad en su territorio: secuestran a los pasajeros en su travesía hacia Malasia (destino final elegido) para encerrarles en campos de la muerte donde son extorsionados. Si no pagan el equivalente a unos 2.000 dólares, quedan indefinidamente en los emplazamientos criminales sometidos a todo tipo de violencia. Muchos mueren por inanición, deshidratación o enfermedad.
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