Rebelion.
Hay que admirar la tenacidad de los partidarios del contrato de integración porque no les salen las cuentas. Llevamos tres años de crisis intensa y el racismo sigue enlatado en las encuestas. El racismo social no ha estallado pese al medio millón de desempleados foráneos. El racismo político no supera el umbral municipal y el racismo cultural se ha enredado en el pañuelo. Y, sin embargo, la clase trabajadora en España es más inmigrante. Los trabajadores extranjeros superan los tres millones y suponen el 25% de los ocupados entre 25 y 44 años.
Lo cierto es que, aunque no andamos mal en eso del racismo, tenemos que mejorar mucho la integración. El Índice de Políticas de Integración de Inmigrantes (Mipex) nos deja en buen lugar en una perspectiva comparada respecto de otros países europeos, pero evidencia que los fallos se encuentran en la política y en la legislación. Flaqueamos en algunos de los indicadores más básicos para la integración como son el fomento de la participación política, el acceso a la nacionalidad y las medidas antidiscriminatorias. En otras palabras, no andamos mal en el “ahora”, pero no actuamos con la suficiente determinación sobre su futuro como ciudadanos.
Pero si el mercado de trabajo despide y las políticas de integración renquean, ¿por qué razón no se han roto las costuras sociales? Pues precisamente porque la capacidad de acogida de la sociedad, contra lo que predican los agoreros, es mayor que la del mercado de trabajo y tiene fuerza para zurcir los agujeros de la política de integración. Así que hay que regularizar el trabajo sumergido y la evasión tributaria y exigir a los políticos que no erosionen el capital social en cada reyerta electoral.
Pero hay otra razón de fondo para que el racismo siga enlatado una vez reconocido que el grueso de los inmigrantes entra por abajo en la escala social y aúpa a los autóctonos. El motivo es que España ya era multinacional y emigrante antes de su llegada. Los españoles conocíamos bien el pluralismo cultural y la subordinación laboral. Si el golpe inmigrante hubiera repicado sobre una nación homogénea y desmemoriada, el ruido en los sondeos habría sido más sonoro y el rechazo de clase más activo.
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