Sin demagogia: es muy duro ser inmigrante

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Ser inmigrante en España (y en muchos otros países de la UE), no resulta en absoluto sencillo.
Aparte de ver limitado el acceso a determinados derechos, la población inmigrante està sometida a constantes juicios y valoraciones demagógicas y populistas, tal y como señala SOS racismo en su campaña Que la ola de odio no salpique nuestros municipios.

La mayoría de los estudios sobre pobreza publicados en España en los últimos años coinciden en señalar a la población inmigrante como uno de los grupos más vulnerables. Así lo recogen, por ejemplo, dos informes presentados este mes de marzo: Situación de la población trabajadora extranjera (UGT) y La situación social de los inmigrantes acompañados (Cáritas).

El primero de ellos apunta que “mientras que el salario medio de los españoles es de 20.069€, el de los extranjeros es de 10.062€”. Por su parte, el informe de Cáritas nos dice que la tasa de paro de la población extranjera ha pasado del 12% en 2007 al 30,2% en 2010. Junto a las desventajas laborales, nos encontramos con otras no menos importantes: hacinamiento, concentración en barrios con una precaria infraestructura y calidad de viviendas, elevado índice de fracaso y bajo rendimiento escolar… Y un dato significativo: el informe de Cáritas señala también que, en época de crisis, unas 100.000 personas más se encuentran en situación de irregularidad, cuyo origen estaría fundamentalmente en la irregularidad sobrevenida (aquéllos a los que se les agotó el permiso de residencia pero se quedaron porque en sus países las cosas están aùn peor).

Por todo ello veo con frecuencia a personas que hace poco tiempo se encontraban trabajando (cotizando a la Seguridad Social y cumpliendo con todas sus obligaciones con el Estado) y que hoy están en situación irregular y necesitan del apoyo de sus familiares y amigos o de entidades sociales como Cáritas. Entidades desbordadas, que han duplicado en poco tiempo el número de personas atendidas. Con insuficientes recursos y con proyectos saturados que no dan abasto y con profesionales y voluntarios agotados que expresan su desgaste por no poder atender a las personas que acuden a diario a pedir ayuda.

Mientras tanto, las personas inmigrantes asisten a un debate interesado a la caza del voto perdido. Un debate en el que parece olvidarse que en los años de bonanza económica el aporte de la población inmigrante en la financiación y el mantenimiento de nuestro Estado de Bienestar fue determinante (a través de las cotizaciones a la Seguridad Social); o de que la Comisión Europea ha cifrado en siete millones la población adicional que necesitará España hasta 2030 para equilibrar nuestra economía y garantizar la sostenibilidad al Estado de Bienestar; o de que la población inmigrante haga un uso de los recursos sanitarios semejante o inferior al que hace la población española.

Ser inmigrante resulta duro; “más duro que la guerra” – me comenta Raimundo, un salvadoreño que reside en Madrid, obligado a deambular por los programas para personas sin hogar de la capital española – “allí al menos sabíamos contra quién luchábamos; pero aquí… Si mi gente supiera a dónde tengo que venir para pedir ayuda y para sobrevivir… me muero de la vergüenza”.

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