Al gobierno de Mariano Rajoy se le podrán objetar muchas cosas, especialmente desde la discrepancia ideológica, pero no desde luego que esté dominado por la pereza legislativa. Al contrario, apenas un par de meses en La Moncloa y ya ha puesto en marcha dos reformas de calado: la del sector financiero y la laboral que anunció el pasado viernes y que, en principio, vía decreto-ley estará en el BOE desde el lunes 13 de febrero.
A la espera de su publicación y de una lectura más detallada, tengo ya un primer balance acerca de lo que la nueva normativa puede suponer en el dramático mercado de trabajo español, donde se anuncia un desempleo cercano al 25% para este 2012, que es o puede ser del 50% entre los jóvenes.
De la reforma laboral aprobada en el último Consejo de Ministros me gusta su valentía. Los cambios anunciados son mucho más profundos que los que nos trajeron reformas anteriores. Me dirán ustedes tal vez que la necesidad obliga y que la dureza de la crisis que atravesamos y, como decíamos antes, las terribles cifras que exhibe nuestro mercado laboral hacían inevitable una apuesta mucho más atrevida. Ante la gravedad de la situación parece más disculpable el error que los paños calientes.
Lo que menos me gusta es cómo se ha vendido. Esta reforma laboral por sí misma no va a crear empleo. No me creo, por tanto, que "el objetivo sea frenar la hemorragia del desempleo", al menos a corto plazo. No puede ser el gobierno tan ingenuo como para pensar que con esta reforma se va a invertir la tendencia destructora de empleo que sufre nuestra economía.
Andalucía tiene un paro del 30,9% y Euskadi del 12,6% y ambas comunidades están sujetas a las mismas normas laborales. Estados Unidos dispone de una de las legislaciones laborales más flexibles y a pesar de ello y en crecimiento económico tiene una tasa de desempleo cercana al 10%, muy por encima de otros países con leyes más proteccionistas.
No, esta reforma no va a frenar la destrucción de puestos de trabajo, que se crean en función de las expectativas de beneficios futuros, en paralelo a la inversión. Más bien va a hacer más barato y fácil el despido, como parece obvio. No es verdad desde mi punto de vista ese dogma de algunos pretendidos liberales que afirman como un mantra que un despido más barato hace que el empresario pierda el miedo a contratar.
Pero el abaratamiento del despido es una de las cosas que más me gusta de esta ley, y espero que esta afirmación no provoque ya la inmediata condena de mis amigos más progresistas y que automáticamente dejen de leer este artículo en medio de profundas arcadas. Los 45 días por año trabajado, con el tope de 42 mensualidades, han sido un incentivo demasiado atractivo para trabajadores absentistas o que simplemente habían dejado de encajar en un determinado proyecto empresarial, y por otra parte suponían un coste excesivamente alto para empresarios que necesitaban hacer ajustes en su plantilla y así hacer frente a nuevos escenarios.
Los políticos deben abandonar los tics políticamente correctos si quieren recuperar la credibilidad perdida. No están las cosas ni para paños calientes ni para lenguajes que enmascaren la dura realidad. Esta reforma facilita el despido y eso es bueno. Lo que se le puede criticar al gobierno no es que disminuya el coste del despido sino que no implemente políticas que lo creen. No puede ser que los trabajadores estén más motivados por sumar días que aumenten su posible indemnización que por estar en una situación de continua empleabilidad.
Despido barato, sí. Y más salario social, para que nadie quede sin sus necesidades básicas cubiertas. Más exigencias sociales y, si es necesario, más impuestos progresivos para sufragar esos costes. Por ejemplo, me gusta de este decreto la obligatoriedad de los 20 días de formación a cargo del empresario.
Me gusta también de esta ley la eliminación de la autorización administrativa de los EREs, un trámite en el que los que más ganaban no eran ni las empresas ni los trabajadores sino potentes despachos de abogados y los sindicatos que los negociaban. Como me gusta que se favorezca el descuelgue en los convenios que hasta ahora obligaba lo mismo a empresas boyantes de un sector que a las que lo estaban pasando mal. O el fin de la ultractividad, que prorrogaba convenios y consolidaba derechos conseguidos en épocas de vacas gordas insostenibles en circunstancias más difíciles.
Hay un detalle en la nueva normativa laboral que me parece más efectista que efectivo: la limitación de los sueldos de las entidades de créditos que reciban ayudas públicas. Pero, bueno, bienvenido sea un cierto grado de moralidad en un sector de cúpulas millonarias cuando las cosas van bien... y cuando van mal, como muestran múltiples ejemplos recientes que se encuentran sin problemas en las actuales hemerotecas. No es suficiente esto, pero una regulación que evite que haya privilegiados empleados que se lleven indemnizaciones de 50 ó 100 millones de euros (Corcóstegui, Luzón...) es más tema de una reforma fiscal que no de una laboral.
Una reforma valiente, pues, agresiva, efectivamente, pero que sólo flexibiliza el mercado de trabajo y abarata el despido. Necesario, pero no suficiente. Falta lo más difícil. Poner al país en la senda del crecimiento económico con un modelo de más valor que el que tenemos actualmente. Con la reforma laboral aprobada el pasado viernes, el Gobierno aprueba apenas por los pelos.
Fuente:economíadigital
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