- El pasado 11 de febrero aparece en el BOE el R.D. Ley 3/2012, es decir, se publica la reforma laboral aprobada el día anterior en el Consejo de Ministros. Y desde entonces, se han producido manifestaciones de todo tipo. El problema es que muchos opinan cuando no han llegado a leer ni las primeras líneas, es más, la misma mañana en la que conocemos el contenido del texto de la norma, algunos ya nos contaban con rotundidad las ventajas o los defectos de la misma. Lo raro es que yo llevo desde el año 1994 dedicándome a esto, a estudiar, analizar y aplicar las normas laborales y me han hecho falta varios días para percatarme de todo lo que supone esta auténtica transformación del Derecho del Trabajo preexistente.
Pero vayamos por partes. En primer lugar se discute la necesidad de aprobar la reforma laboral por R.D. Ley (es decir, de aplicabilidad inmediata) o esperar a su tramitación parlamentaria (entraría en vigor pasado todo el proceso). La justificación de optar por la primera de las posibilidades es, principalmente, por la alarmante cifra de desempleados y la necesidad de arbitrar cuantas soluciones estén a nuestro alcance.
Parece que ello no es cuestionable. Los antecedentes nos habían demostrado que el diálogo social estaba gravemente herido y tanto como en la reforma laboral de 2010 como en esta última los agentes sociales habían mostrado su incapacidad para lograr un acuerdo. Transcurrido, por tanto, el tiempo de espera para posibilitar dicho acuerdo, no parece oportuno posponer la entrada en vigor de una actuación normativa que, junto a otras medidas, debería contribuir a dinamizar nuestro mercado de trabajo (otra cosa es que finalmente se consiga). Más aún, ¿para qué habría servido anunciar los contenidos y esperar un par de meses para su puesta en práctica?
En segundo lugar, ¿es la «reforma del despido» cómo se ha llegado a decir? Es cierto que se han producido muchas modificaciones, pero las más llamativas son las que afectan a la regulación de la extinción del contrato de trabajo y por ello me voy a centrar en ellas.
Y aquí, se deben sopesar tanto los motivos como las formas. En relación al fondo, llevamos desde tiempos inmemoriales oyendo las pegas que los empresarios (ahora emprendedores) alegaban en relación a los altos costes del despido en España y que uno de los motivos para no contratar era que si la inversión empresarial no fructificaba, la pérdida era aún mayor al tener que prescindir de los trabajadores y, en consecuencia, no se arriesgaban a «gastar» en empleo.
Esto, sin embargo, no es exactamente así. El despido de mayor coste era el de 45 días de salario por año de servicio, pero éste únicamente se producía cuando se calificaba como improcedente, esto es, cuando en muchas ocasiones la causa que se alegaba o era inexistente o falsa. ¿Y cómo se actúa entonces? Debemos remontarnos a 1997, momento en el que los agentes sociales consiguen un acuerdo en el seno del diálogo social que da pie a la reforma laboral de 1997. En ésta, se aprueba la creación de una nueva figura contractual: el contrato para el fomento de la contratación indefinida cuya característica más destacada era que si la relación laboral se extinguía mediante un despido objetivo (causas económicas, técnicas, organizativas o de producción) la indemnización se reducía a 33 días de salario por año. Primera rebaja, por tanto, de la cuantía indemnizatoria y ello con el beneplácito de todos. La contrapartida era la obtención de un empleo estable.
A partir de ahí, las sucesivas reformas contribuyen a generalizar el ámbito subjetivo del citado contrato para el fomento de la contratación indefinida y, por tanto, cada vez más sujetos podían ver como su contrato se extinguía a cambio de 33 días y no de 45 (y del tope de 24 mensualidades y no 42).
En la práctica ello suponía que el empresario que utilizaba esta modalidad contractual únicamente tenía que aducir una causa objetiva (que en ocasiones era inventada) y reconocer la improcedencia. Para ello se facilitó el denominado despido Express que, además, tenía una limitación de los llamados salarios de tramitación (sueldos que hubieran sido abonados por el empresario hasta la sentencia cuando se reconoce que es un despido «injusto»). El despido era así más ágil y barato.
Los 45 días quedaban para cuando el despido era disciplinario (como sanción al trabajador) pero cuando no se demostraba la causa (improcedente), por cuanto que si era procedente no generaba indemnización alguna. Y ello fuera cuál fuera la modalidad de contratación o si el contrato era temporal y el empleador decidía ponerle fin antes de su término.
¿Qué nos queda por tanto? Había que, atendiendo a las peticiones de la parte empleadora, generalizar la cuantía de los 33 días a todas las extinciones improcedentes (¿inventadas?), y esto es lo que se hace, precisamente, en esta reforma de 2012. Pero además, prácticamente se eliminan los salarios de tramitación.
No obstante, ello es secundario, porque lo verdaderamente importante es rebajar las indemnizaciones cuando la empresa tiene problemas, o lo que es lo mismo, permitir que la indemnización sea de 20 días (despido objetivo procedente) y no de 33. Y esa es la tarea a la que se encomiendan, primero la reforma de 2010 y después la que ahora nos ocupa. ¿Por qué? Porque se facilitan las causas, sobre todo, las económicas. Pero insisto, no desde ahora, sino desde 2010 ¿O es que ya se ha olvidado que se podía despedir según previsiones de una situación negativa futura o por una reducción de ingresos? Y esto es grave. Fíjense, una empresa con beneficios, con grandes beneficios, si registra menos ingresos que antes (un año 200 millones y al año siguiente 198), puede despedir a trabajadores por causas económicas. Lo que ocurría es que antes no se sabía como medirlo de manera exacta y ahora el legislador da la fórmula: tres trimestres de reducción de ingresos o ventas ¿quién no cumple eso hoy? ¿hay grandes beneficiados?
Todo ello se cierra con otra gran actuación: la eliminación de las autorizaciones administrativas, la intervención de la Autoridad Laboral, en los despidos colectivos (ERE, cuando se afecta a un pluralidad de trabajadores en el número que marca la ley). Lo que en algunos lugares como Andalucía es de agradecer (recordemos «follones» de los ERE irregulares), pero que va a suponer que va a ser más fácil hacer despidos masivos de trabajadores para las empresas que modificar condiciones de trabajo.
Con ello llegamos a la «flexibilidad interna». Estos son instrumentos que facilitan cambiar las condiciones que disfrutan los trabajadores para adaptarlas a las necesidades empresariales. El caso es que mientras que algunas requieren el acuerdo con los representantes de los trabajadores, en el despido colectivo no tiene porque producirse ese acuerdo ¿qué es más fácil entonces?
Las herramientas de flexibilidad que se crean son la eliminación de las categorías profesionales a favor de los grupos profesionales, pudiendo, por tanto, exigir al trabajador un conjunto más amplio de tareas; eliminar la autorización administrativa para los ERE suspensivos o temporales; facilitar los cambios de las condiciones de trabajo inicialmente fijadas, incluso rebajando las retribuciones o las mejoras que la empresa hace a la seguridad social; y, sobre todo, cambiando radicalmente el sistema de negociación colectiva en España. Primero, se clarifica lo que ya había planteado el anterior gobierno: la prioridad de los convenios de empresa para determinadas materias y, segundo y por encima de ello, la posibilidad de modificar lo pactado (respecto a determinadas materias) en un convenio colectivo vigente por un acuerdo de empresa, es decir, se va reduciendo el poder de las grandes centrales sindicales.
Para generar empleo, fundamentalmente se utilizan varias medidas: el contrato de apoyo a emprendedores ¡con un período de prueba de 1 año! (lo que significa que cualquier día se le puede decir al trabajador que no vaya más sin tener que pagar indemnización, pero teniendo que reintegrar las ayudas recibidas por la empresa), un caótico contrato para la formación y aprendizaje que permitirá tener contratados a jóvenes de hasta 33 años por poco más de 400 € (ya se podía antes), se permiten hacer horas extraordinarias en contratos a tiempo parcial y se regula de manera más adecuada el teletrabajo.
En síntesis, la reforma de 2012 no es más que una vuelta de tuerca más a los cambios que ya se venían haciendo desde 2010 y que tuvo, como inicio más claro en los recortes salariales a los empleados públicos entre los que me encuentro.
Fuente: La Opinión de Málaga
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