España ha reorientado progresivamente su política migratoria lanzando, en noviembre, un plan de retorno voluntario con el fin de incentivar a los inmigrantes no comunitarios en paro a que regresen a sus países de origen. El programa propone el pago anticipado de la totalidad del subsidio de paro (40% en España y el 60% restante en sus países, al mes siguiente) a condición de que el inmigrante regrese a su país y renuncie a la obtención de un permiso de residencia y de trabajo en España durante al menos tres años. Cuando se anunció esta propuesta, escribí que sería un fracaso. ¿Podemos ahora sacar las primeras conclusiones? Según la OCDE, a mediados de marzo, de las 80.000 personas que podían estar interesadas, solamente 4.000 inmigrantes sin trabajo se habían acogido a este programa. Si nos atenemos a las cifras, el fracaso es inapelable.
Hasta marzo sólo 4.000 trabajadores se habían acogido al programa
¿Por qué? Primero por razones materiales inmediatas: el incentivo financiero que se ofrece es insuficiente para satisfacer las necesidades de subsistencia de una familia, compensar la caída del nivel de vida, iniciar un nuevo proyecto de vida cuando la situación económica y social en los países de origen no deja de deteriorarse bajo los efectos de la crisis. Se tendría al menos que haber puesto en marcha en esos países, y en colaboración con los países de acogida, programas de reinserción socio-profesional. Pero está claro que para el nuevo ministro de Trabajo e Inmigración era más una cuestión de comunicación dirigida a la opinión pública que una estrategia pensada y rigurosa para paliar los efectos del paro en un contexto de recesión.
Hay otras razones. Aunque sobreexpuestos al paro, sobre todo en la construcción, los inmigrantes extracomunitarios se caracterizan por una mayor movilidad territorial y una fuerte capacidad de adaptación: preferirían incluso, antes que marcharse, reciclarse en otro sector. Habría resultado más eficaz una estrategia de recolocación en lugar de una política de retorno. Finalmente, el alcance del plan español, centrado esencialmente en los no comunitarios, tiene sus limitaciones, puesto que no incluye a rumanos y búlgaros. Éstos, en cambio, sí que podían haberse encontrado en situación de retornar, ya que, al gozar de libertad de movimiento, saben que podrán volver a España.
Subrayé asimismo que la campaña de promoción del plan de retorno era indignante: acreditaba la imagen de los "inmigrantes como culpables de la crisis". Los inmigrantes instalados en España aspiran a construir su vida en este país. Tras luchar incansablemente por obtener un permiso de trabajo, no quieren arriesgarse a perderlo sin tener garantías de poder obtenerlo de nuevo. Tocamos aquí un punto neurálgico: ninguna "política de retorno" puede funcionar sin movilidad, ya que la decisión de volver depende mayormente de la posibilidad o no de volver después al país de acogida, y ello sin límites de tiempo. Tenía que haberse permitido a los inmigrantes que habían obtenido ya un permiso de residencia en España, y que aceptaban pasar por la experiencia del retorno, que circularan libremente entre España y sus países de origen. Y ello hubiera implicado, además, no tanto una estrategia de compensación financiera, tan torpemente concebida, como una política de visados adecuada.
En el contexto de la crisis actual, el Gobierno español lleva toda la razón al querer restringir las aportaciones de mano de obra extranjera. Pero esta decisión debe contrarrestarse con una verdadera política de integración para con los trabajadores inmigrantes ya instalados en el país. El objetivo es facilitar su reconversión ante el paro. Varias "buenas prácticas" que han sido aplicadas en ciertos países podrían ser provechosamente exploradas en España: programas de "apadrinamiento", como en Francia o en Bélgica, es decir, de acompañamiento para compensar las desventajas que padecen los inmigrantes a la hora de buscar trabajo; programas de formación en empresas, como en Alemania; dispositivos de "entrada progresiva" al mercado de trabajo -formación, trabajos subvencionados y luego estables-, como en Dinamarca; planes que aúnen aprendizaje lingüístico con experiencia profesional, como en Suecia, etcétera. Pero eso implica que los políticos tengan una mirada distinta sobre la inmigración, la cual no es una mercancía electoral, sino un desafío humano.
Hasta marzo sólo 4.000 trabajadores se habían acogido al programa
¿Por qué? Primero por razones materiales inmediatas: el incentivo financiero que se ofrece es insuficiente para satisfacer las necesidades de subsistencia de una familia, compensar la caída del nivel de vida, iniciar un nuevo proyecto de vida cuando la situación económica y social en los países de origen no deja de deteriorarse bajo los efectos de la crisis. Se tendría al menos que haber puesto en marcha en esos países, y en colaboración con los países de acogida, programas de reinserción socio-profesional. Pero está claro que para el nuevo ministro de Trabajo e Inmigración era más una cuestión de comunicación dirigida a la opinión pública que una estrategia pensada y rigurosa para paliar los efectos del paro en un contexto de recesión.
Hay otras razones. Aunque sobreexpuestos al paro, sobre todo en la construcción, los inmigrantes extracomunitarios se caracterizan por una mayor movilidad territorial y una fuerte capacidad de adaptación: preferirían incluso, antes que marcharse, reciclarse en otro sector. Habría resultado más eficaz una estrategia de recolocación en lugar de una política de retorno. Finalmente, el alcance del plan español, centrado esencialmente en los no comunitarios, tiene sus limitaciones, puesto que no incluye a rumanos y búlgaros. Éstos, en cambio, sí que podían haberse encontrado en situación de retornar, ya que, al gozar de libertad de movimiento, saben que podrán volver a España.
Subrayé asimismo que la campaña de promoción del plan de retorno era indignante: acreditaba la imagen de los "inmigrantes como culpables de la crisis". Los inmigrantes instalados en España aspiran a construir su vida en este país. Tras luchar incansablemente por obtener un permiso de trabajo, no quieren arriesgarse a perderlo sin tener garantías de poder obtenerlo de nuevo. Tocamos aquí un punto neurálgico: ninguna "política de retorno" puede funcionar sin movilidad, ya que la decisión de volver depende mayormente de la posibilidad o no de volver después al país de acogida, y ello sin límites de tiempo. Tenía que haberse permitido a los inmigrantes que habían obtenido ya un permiso de residencia en España, y que aceptaban pasar por la experiencia del retorno, que circularan libremente entre España y sus países de origen. Y ello hubiera implicado, además, no tanto una estrategia de compensación financiera, tan torpemente concebida, como una política de visados adecuada.
En el contexto de la crisis actual, el Gobierno español lleva toda la razón al querer restringir las aportaciones de mano de obra extranjera. Pero esta decisión debe contrarrestarse con una verdadera política de integración para con los trabajadores inmigrantes ya instalados en el país. El objetivo es facilitar su reconversión ante el paro. Varias "buenas prácticas" que han sido aplicadas en ciertos países podrían ser provechosamente exploradas en España: programas de "apadrinamiento", como en Francia o en Bélgica, es decir, de acompañamiento para compensar las desventajas que padecen los inmigrantes a la hora de buscar trabajo; programas de formación en empresas, como en Alemania; dispositivos de "entrada progresiva" al mercado de trabajo -formación, trabajos subvencionados y luego estables-, como en Dinamarca; planes que aúnen aprendizaje lingüístico con experiencia profesional, como en Suecia, etcétera. Pero eso implica que los políticos tengan una mirada distinta sobre la inmigración, la cual no es una mercancía electoral, sino un desafío humano.
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