Racismo en tiempo de crisis: la Ley de Extranjería

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Las migraciones han sido una constante a lo largo de la Historia de la Humanidad y una de las claves para la expansión de la especie humana en el planeta. Sin embargo, en las sociedades actuales existe una percepción social espoleada por los medios de comunicación y algunas organizaciones políticas de la inmigración como fuente de conflictos y desestabilización. Más concretamente, en el Estado español est visión se ha acentuado en los últimos años con el aumento de la población inmigrada y, recientemente, con la crisis económica. A ello hay que añadir el papel de unos medios de comunicación de masas y unos partidos políticos que vinculan más o menos explícitamente la inmigración con la delincuencia y la saturación del Estado del Bienestar. La Ley de Extranjería, cuya reforma está tramitando el Gobierno central, es un buen ejemplo de ello.

En este contexto, el ascenso de movimientos racistas es una realidad a tener cada vez más en cuenta. Si bien es cierto que las acciones y manifestaciones racistas promovidas por organizaciones fascistas son aún puntuales y de poca intensidad, en otros países europeos las organizaciones fascistas han llegado incluso al Parlamento y a la televisión, como en Austria o Gran Bretaña.
Las personas inmigradas y la crisis

La población inmigrada –siempre refiriéndonos a personas provenientes de fuera del Estado– experimentó un rápido aumento entre los años 2000 y 2009, pasando de 800.000 a 4.400.000 (9,7% de la población total), según datos de la Encuesta de Población Activa (EPA). Ello se explica principalmente por el auge de sectores intensivos en mano de obra no especializada, sobre todo la construcción y los servicios, y por las condiciones de empobrecimiento de sus países de origen. Ahora con la crisis, se ha pasado del 12,3% de paro –en 2005– a un 28% entre la población inmigrada. El maremoto empezó primero en la construcción, donde el 24,7% de los parados son extranjeros. Después golpeó con aún más fuerza en el sector servicios, en el cual representan el 35% de los que se han quedado sin trabajo. Así, las cifras de paro entre la población inmigrada duplican y triplican su peso demográfico real en el Estado español.

Las consecuencias del paro para estas personas son las mismas, pero se suman a otros problemas derivados de la Ley de Extranjería actual. Una de los más graves es la renovación y la obtención de un permiso de trabajo, requisito imprescindible que exige la ley para su permanencia en el territorio. Así, la imposibilidad de conseguir un contrato de trabajo de al menos 6 meses de duración podría situar a estas personas en el llamado grupo de los “inmigrantes irregulares”, lo cual conlleva el riesgo de ser internado en un Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) por un período de hasta 4 meses antes de su expulsión del país. En la misma situación, o peor, se encontrarán las personas que hayan migrado recientemente y no puedan conseguir empleo legal. Como ya ha venido sucediendo en los últimos años –pero ahora agravado por la destrucción de empleo–, muchos trabajadores extranjeros tendrán que emplearse en la economía sumergida, ya que la situación de carestía de medios de vida y la urgencia de enviar dinero a sus familias les impulsará a aceptar cualquier trabajo que puedan desempeñar. En casos extremos, son los propios inmigrantes los que se ofrecen a pagar los 6 meses de cotización a la Seguridad Social para asegurarse la renovación del permiso. Esta tendencia se ve reforzada, por una parte, por empresarios que buscan preferentemente mano de obra extranjera, a sabiendas de la vulnerabilidad y la forzada docilidad de ésta; y, por otra parte, la propia Ley de Extranjería facilita esta explotación decimonónica al priorizar, mediante el criterio de “situación nacional de empleo”, a los trabajadores autóctonos a la hora de ofrecer los puestos de trabajo disponibles.

Otro problema importante que tendrán que afrontar los trabajadores inmigrados es la cuestión de la vivienda. Con la crisis y el paro, muchas personas no pueden pagar las hipotecas de unos pisos que, en algunos casos, habían construido ellos mismos. Esto no sólo supone que tienen que renunciar a la hipoteca y vivir de alquiler –en el mejor de los casos–, sino que, en el caso de verse obligados a compartir vivienda, afectará a sus posibilidades de reagrupar a sus familiares. Uno de los requisitos que la Ley de Extranjería exige para la reagrupación familiar es disponer de medios de vida para sustentar a la familia y una vivienda para acogerla. De este modo, con la pérdida del empleo pueden perder también el derecho a la vida familiar, contemplado en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la o­nU.
Reforma o derogación

Desde la primera Ley de Extranjería, promulgada en 1985 por el PSOE, ésta ha sido reformada en cinco ocasiones, la última en 2003. En esta última reforma, en la que se mantienen los mecanismos restrictivos a la inmigración, los aspectos que más polémica han suscitado son tres.

Uno es la limitación del reagrupamiento familiar, que sólo permitirá reagrupar a los ascendientes mayores de 65 años. Esta medida, además de atentar contra la vida familiar, sugiere implícitamente –al impedir la entrada de personas en edad de trabajar por la vía del reagrupamiento– que la causa de la crisis son los trabajadores extranjeros, que éstos sobran y que los puestos de trabajo deben ser para los autóctonos.

El segundo es la ampliación de la reclusión de las personas inmigradas sin documentos en los CIE’s, que pasará de 40 a 60 días. Brian Anglo, de la asociación Derechos y Papeles para Todos, nos recuerda que un CIE “es como una prisión, a veces peor, con la diferencia de que quienes van a una cárcel lo hacen por un delito, mientras que los inmigrantes son detenidos en los CIE’s por una mera falta administrativa”.

El tercero es que la población inmigrada sin documentos legales no podrán empadronarse, de modo que no tendrán derecho a acceder a la sanidad ni a la educación básica, como sí pueden hacerlo ahora si figuran en el padrón municipal.

En conjunto, la Ley de Extranjería y su reforma se convertirá en una herramienta restrictiva, utilitarista y criminalizadora de las personas que migran desde fuera del Estado. Mantiene las medidas policiales, jurídicas y los vergonzosos CIE’s para impedir la llegada y permanencia de los trabajadores inmigrados, si la “situación nacional de empleo” no lo permite. Da legitimidad a la idea de que los inmigrantes acaparan los recursos públicos, cuando la mayoría de estudios señalan lo contrario. A modo de ejemplo, en 2005 su balance de gastos y aportaciones a las arcas públicas arrojó un saldo favorable de 5.000 millones de euros (0,5% del PIB), según el informe “Inmigración y economía española”, de la propia Oficina Económica del Presidente. En el 2007, el grupo de investigación Políticas públicas y bienestar social, de la Universidad Autónoma de Madrid, señaló en su informe “Inmigración y gasto social” que el gasto social dedicado a las personas inmigradas ascendió al 3,6% del total, cuando el peso relativo de éstas dentro de la sociedad era de un 9% aproximadamente.

Por último, señalar que la Ley de Extranjería es en sí misma discriminatoria, como nos explica Brian Anglo: “Nosotros, a diferencia de otras organizaciones, no sólo estamos contra la reforma de la ley, sino que estamos contra la Ley de Extranjería en sí misma porque el hecho de que exista una ley específica para los extranjeros es ya una forma de discriminación”.
Contra la Ley de Extranjería, contra el racismo

La asociación Derechos y Papeles para Todos no ha sido la única que se ha pronunciado en contra de la Ley de Extranjería. En momento de escribir este articulo, activistas de varias decenas de organizaciones agrupadas en la Red Estatal por los Derechos de los y las Inmigrantes se encontraban a 70 kilómetros de Madrid en la Marcha por la Igualdad, que había empezado en Barcelona el 23 de septiembre y que acabará en la capital para protestar contra la Ley. Asimismo, algunos sindicatos –como CGT – y organizaciones políticas de izquierdas –como Izquierda Anticapitalista– han manifestado su absoluto rechazo a la Ley de Extranjería y han reclamado la regulación sin condiciones y la igualdad de derechos para todas las personas inmigradas.

Antes de la crisis, en septiembre de 2007, un informe del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) ya indicaba que un 70% de la población pensaba que había bastantes o demasiados inmigrantes en el Estado español. Si a esta percepción le sumamos una crisis económica que golpea a los sectores más vulnerables de la sociedad, como jóvenes, mujeres y inmigrantes, tenemos un contexto en el que una ley como la de extranjería no hace más que contribuir a la precarización y a la exclusión social de las personas inmigradas. Ello fomenta el conflicto social entre la población inmigrada marginada y la autóctona, facilitando que calen hondo los discursos racistas. Incluso una institución nada sospechosa de izquierdista como el Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia (OBERAXE) afirmaba en su informe de 2008 “Evolución del racismo y la xenofobia en España” que el racismo y la xenofobia “se exteriorizan más en los segmentos de población que se hallan expuestos a situación de competencia con la población inmigrada: las clases bajas y las clases medias-bajas. Son éstos quienes más compiten con los inmigrantes, ya para acceder a puestos de trabajo, servicios o prestaciones públicas. No las capas altas que, por el contrario, pueden beneficiarse del aumento de personas con necesidad de trabajar en un mercado donde ejercen de “empleadores”.

Desde las organizaciones que nos consideramos anticapitalistas, revolucionarias e intercionalistas siempre hemos considerado que el racismo no es algo inherente a la naturaleza humana, sino un mecanismo del sistema socioeconómico, el capitalismo, para dividir a los trabajadores entre autóctonos y extranjeros, restarles fuerza y así explotarlos mejor. Asimismo, el racismo y el fascismo no hacen otra cosa que culpabilizar a los sectores más débiles, inmigrantes o LGTB por ejemplo, de los problemas de la clase trabajadora. La Ley de Extranjería agudizará la precariedad de las personas inmigradas y dará munición a los discursos racistas. Ante esta ley y la crisis económica, debemos recuperar en los centros de trabajo, en los sindicatos y en la calle aquel grito de “nativa o extranjera, la misma clase obrera”.

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