Las deportaciones de gitanos rumanos y búlgaros ordenadas por el Gobierno francés y reprobadas por la Comisión Europea por vulnerar directivas de la UE constituyen un episodio de enorme gravedad política porque, en vez de expulsiones individuales y justificadas, Sarkozy ha optado por las colectivas e indiscriminadas -puro populismo-, lo que, para los lepenistas de extrema derecha, suena a música celestial. Lo peor que le puede ocurrir a una derecha convencional es tener que convivir en tiempos de crisis con radicales organizados en partidos todavía más a la derecha. Que se lo pregunten al Partido Republicano de EEUU, al que el Tea Party ha desbordado al desbancar en las primarias del pasado martes a varios candidatos oficialistas al Senado USA.
Lo mismo le sucede a Berlusconi, quien ha de incurrir en esos populismos autoritarios tan excéntricos para contento de las huestes de Bossi, líder de la Liga Norte que arremete no sólo contra los emigrantes, sino también contra sus compatriotas del sur y plantea, incluso, la segregación de la Padania. En 2008, el primer ministro italiano aprobó un plan de seguridad que afectaba -expulsiones incluidas- a 150.000 gitanos rumanos. En Holanda, Pim Fortuyn y Gert Wilders son auténticos líderes ultras con una significativa presencia en las instituciones. Son, por su puesto, racistas. Mientras, el difunto Haider ha dejado insertado en el sistema austriaco un eco de permanente xenofobia. El domingo es muy posible que la formación radical Demócratas Suecos obtenga representación en el Parlamento de Estocolmo.
“Alemania se disuelve”
Y si grave es la migración forzada de gitanos de Francia hacia sus países de origen, justificada en razones abstractas que evocan motivos étnicos y, en consecuencia, xenófobos, tanto lo es el éxito del libro Alemania se disuelve de Thilo Sarrazin, vocal del Busdesbank germano, cesado ya de su cargo, que señala a la inmigración como causa de la disolución nacional germana y sostiene que tanto judíos como vascos disponen de un gen diferenciador. El debate en Alemania está siendo colosal y, a la vez, amedrentado, porque el gran país germánico no deja de tener presente su particular memoria histórica: el nazismo. Pero el libro de Sarrazin, no hay que engañarse, es la continuación de otros títulos inquietantes (Mientras Europa duerme, Los últimos días de Europa) que están haciendo mella en Alemania, donde viven más de 15 millones de personas de origen emigrante, ocho de ellos con nacionalidad alemana, y cuatro millones de musulmanes. El autor de Alemania se disuelve aduce que el exceso de emigrantes, en general poco adaptados y muy prolíficos, sobrecarga el Estado social y hace que la inteligencia colectiva se retraiga. Temible argumento genético. Sin embargo, Alemania ha logrado que en su sistema político no tenga presencia un partido xenófobo, una extrema derecha organizada, consiguiendo la CDU de Merkel ocupar un amplísimo espectro que no deja espacio a cualquier opción radical de ese corte. Parece, no obstante, que las cosas podrían cambiar.
La comisaria de justicia de la UE, Viviane Reding, ha declarado que creía “que tras la Segunda Guerra Mundial, Europa no vería más esto”, en referencia a la deportación de gitanos desde Francia. La Comisión ha abierto un expediente de sanción a París y ha recordado que fue el país galo el que impulsó el artículo 7º del Tratado de Lisboa, que establece sanciones a los Estados que violen el espacio de justicia y libertad que es la Unión Europea. La crisis en la UE ha enfrentado a Estados con la Comisión, pero no puede olvidarse que aquel precepto se justificó por la llegada al poder en Austria del xenófobo Jörg Haider, cuyo partido gobernó -aislado diplomáticamente- con el centro derecha.
La ausencia de una extrema derecha xenófoba es un mérito del sistema político español y una consecuencia histórica del esfuerzo de tolerancia que las generaciones sucesivas han sabido desarrollar
Rechazo español a judios y musulmanes
Al igual que en Alemania, en España, pese a la fuerte presencia de inmigración procedente de América Latina y el norte de África, y al margen de incidentes concretos, no ha surgido articuladamente ninguna opción política xenófoba de extrema derecha. Y no se debe, desde luego, a que los españoles no dispongan de opinión respecto de la inmigración. Casi un 35% de los ciudadanos consultados en la encuesta recientemente elaborada por Casa Sefarad Israel tiene serias reticencia hacia los judíos, que siguen siendo víctimas de estereotipos y tópicos y son asociados con las políticas del Estado de Israel. El rechazo de los españoles es mayor aún hacia los musulmanes; que llega al 53% de los encuestados, quizá porque su número en España sea considerable: un millón y medio.
Esa ausencia de una extrema derecha xenófoba es, creo, un mérito del sistema político español y una consecuencia histórica del esfuerzo de tolerancia que las generaciones sucesivas, desde la Transición hasta el presente, han sabido desarrollar. Ahora bien, al igual que Alemania, España no está exenta de riesgos. Los movimientos articulados de la ultraderecha xenófoba comienzan casi siempre en los niveles locales mediante candidaturas aisladas que, si prosperan, van creando una red y un ambiente susceptible de crear organizaciones de implantación amplia. De ahí que las políticas de inmigración -que remiten a una sensata integración de los foráneos- y las de orden público sean absolutamente estratégicas. En el ámbito de las primeras, casi en su epicentro, se encuentran las creencias religiosas y los hábitos de convivencia. La política multicultural -por la que se inclina la izquierda- no es la mejor, porque establece en una misma sociedad compartimentos estancos. Resultan mejor las políticas integracionistas respetuosas con las libertades religiosas y de expresión, pero exigentes en el respeto a los valores de las sociedades de acogidas.
En España -ha ocurrido en Cataluña, en donde existe ya una problemática seria- se están comenzando a producir desequilibrios y desencuentros -por ejemplo, con el uso de las prendas tradicionales de las mujeres musulmanas- que generan chispazos de confrontación. No sería en modo alguno improbable que en no pocos municipios haya candidaturas para las próximas municipales cuyo discurso tenga tintes xenófobos y ultras. Sería regresivo que un país que como el nuestro que ha sabido contener la convulsión xenófoba e hipernacionalista que condiciona en Europa a los grandes partidos -de centro derecha y socialdemócratas- rompa con una tradición democrática impecable. Compatible, por cierto, con políticas de inmigración rigurosas.
Como en Alemania con la CDU, en España el Partido Popular se puede apuntar el logro de aglutinar en una organización de espectro muy amplio -y por ello existen tensiones en su seno- a toda la derecha. ¿Por cuánto tiempo más? En mi opinión, no demasiado, porque la crisis económica, el desempleo y la insolidaridad favorecen el cuarteamiento de los espacios políticos e ideológicos. Y porque entre el electorado del PP existen síntomas, expresados indirectamente en determinados discursos mediáticos, de que el esfuerzo de cohesionar a grupos tan diferentes resulta excesivo e ineficiente. El Partido Popular -y el grueso natural de su electorado- no son de chicle. Y al final, lo que ocurre en el resto de Europa termina por suceder también aquí. Con retraso, pero de manera casi indefectible.
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