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"La conjunción del envejecimiento de la población y de la contracción de la fuerza de trabajo interna va a acarrear a Europa consecuencias drásticas. Si no se toman medidas, se traducirá en una presión insostenible sobre los sistemas de pensiones, de sanidad y de protección social, y en unos resultados negativos para el crecimiento económico y la fiscalidad. Si Europa se toma en serio el tránsito a una sociedad del conocimiento, los esfuerzos para mejorar la eficiencia económica y elevar las capacidades de la población existente deben completarse con medidas activas para hacer frente a este desafío demográfico". Proyecto Europa 2030.
El día 4 de octubre comparecí ante el Parlamento Europeo para hablar de ese futuro de la UE que ha sido el núcleo de la reflexión del Grupo de Expertos que presidí en los dos últimos años. El debate fue interesante, pero de nuevo tuve la sensación de que veo la crisis como una situación de emergencia que nos afecta a todos en el conjunto de la Unión, que exige respuestas de fondo y coordinadas y que esta percepción de la realidad no es compartida por los interlocutores.
Sin embargo, espero que el Parlamento Europeo entre a fondo en este debate, aprovechando su carácter de representación democrática del espacio público que compartimos como europeos; respondiendo al incremento de poderes que le otorga el nuevo Tratado de Lisboa; enfocando sus prioridades en este esfuerzo de salida de la crisis y de reformas de fondo, para mostrar y demostrar a los ciudadanos europeos que los problemas son de todos y los desafíos tienen más sentido si se enfrentan desde la Unión, aunque los ajustes necesarios sean nacionales.
Pocos interlocutores, más allá de las ideologías, niegan lo que necesitamos, lo que define nuestra ambición. Pero muchos rechazan hacer lo necesario para conseguirlo. Así veremos cómo se debilitan los Gobiernos que lo intentan, sea cual sea su color, y cómo serán sustituidos, por puro desgaste, por otros que tendrán, inexorablemente que enfrentar las tareas pendientes... pero perdiendo un tiempo que no tenemos.
Estamos ligados históricamente a un modelo de economía social de mercado, que hemos exhibido con razón, como el mejor. Mejor para competir, ¡en su momento!; mejor para crear empleo, ¡en su momento!; mejor para garantizar la cohesión social, ¡en su momento!; mejor para la educación, la sanidad y las pensiones, ¡en su momento! Ahora, que vivimos otro momento histórico, queremos que siga siendo lo que fue, porque deseamos vivir en una sociedad solidaria e incluyente, pero sin cambiar nada, aunque reconozcamos y tengamos la evidencia indiscutible de que el mundo cambió y de que para conseguir y preservar esas ambiciones nosotros también tenemos que cambiar.
Pues bien, si lo que deseamos es preservar la economía social de mercado, frente a modelos sin cohesión social, o a una economía de casino sin reglas, tenemos que recomponer nuestros consensos básicos, nuestro diálogo social, para hacer reformas estructurales de hondo calado que nos permitan aumentar nuestra productividad, nuestra competitividad en la nueva economía global y del conocimiento, que añadan a los objetivos que teníamos en la exitosa Europa de la posguerra, un factor de sostenibilidad frente al cambio climático y la sobreexplotación de los recursos que ponen en riesgo la biodiversidad y el equilibrio del planeta.
Si ese fuera, como creo, el objetivo que pocos discuten, habría que analizar qué problemas estructurales tenemos que enfrentar y resolver para conseguir este propósito y reconstruir el círculo virtuoso que le dio éxito económico y social a la Europa de la segunda revolución industrial.
En el año 2000, con la aprobación de la Agenda de Lisboa, ya se fijó como objetivo para el 2010 "ser la primera potencia económica y tecnológica del mundo, con el mejor modelo de cohesión social". Aunque no se diga con claridad, hoy, en la fecha límite, todos reconocen que la estrategia acordada fracasó y que no solo no estamos más cerca de la meta propuesta, sino que estamos perdiendo competitividad en la economía global y que nuestro Estado del bienestar corre riesgos evidentes de insostenibilidad.
Para empezar, viendo el rechazo a las reformas del sistema de pensiones, tenemos que reconocer que el éxito mayor de la sociedad del bienestar se refleja en el incremento de la esperanza de vida. Pero la buena noticia de que vivimos más tiempo y con más calidad, viene acompañada de una no tan buena que es la baja natalidad. O sea, nos estamos convirtiendo en una sociedad de gente mayor, con una pirámide demográfica que se estrechará cada vez más en la base. Esta deriva nos llevará en el año 2050, si faltara inmigración y se mantuviera constante la participación en el mercado de trabajo, a tener 68 millones menos de trabajadores. Esto nos situaría en un coeficiente de población activa / población inactiva de cuatro trabajadores contribuyentes por cada tres jubilados.
La actual edad media de jubilación en Europa es de 62 años para los hombres y de poco más de 60 para las mujeres. Si no se toman medidas en varios frentes, llegaremos a la situación descrita en 40 años, es decir, en el momento en que se jubilarán los jóvenes estudiantes que protestan en Francia. Como todas las proyecciones que encaran el futuro, esta tampoco es inexorable. Se puede y se debe actuar para evitar este escenario con todas sus implicaciones económicas, sociales y políticas. Y la paradoja es que los que creemos en un sistema público de pensiones, cuyo fundamento está en la solidaridad, tenemos dificultad para que se acepten las reformas necesarias para mantenerlo y que los que se oponen -por ignorancia o porque quieren debilitarlo para sustituirlo por "otra cosa"- manipulan la realidad torticeramente. Como ya nos ocurriera en 1985, con la reforma del sistema de pensiones que nos permite un sistema digno como el actual que ahora todos dicen defender.
Compensar la caída a medio plazo de la población en edad de trabajar, frente al incremento de la población de más de 60 o 65 años, nos obliga a plantear una mezcla de políticas, de la que la reforma del sistema de pensiones y de la edad de jubilación es una parte imprescindible, pero solo una parte. Por eso, hay que prolongar la vida activa de la población actual y futura, con estímulos para hacerlo, que podemos diseñar y acordar; considerando la jubilación como un derecho, no como una obligación; reconsiderando los periodos de carencia y calculando la pensión por los salarios o rentas percibidos a lo largo de toda la vida laboral.
Pero además, tenemos que hacer políticas que incrementen la participación de la mujer en la población activa ocupada, con medidas de apoyo para que esto sea compatible con el incremento de la natalidad que necesitamos. El papel de la mujer en esta sociedad del conocimiento, en esta economía abierta, es de vital importancia, incluso más allá de la lucha por la igualdad, porque se plantea como una necesidad insustituible para ganar competitividad en la sociedad del conocimiento aumentando la población activa y corrigiendo la pirámide demográfica.
Pero además, tenemos que cambiar nuestra óptica sobre la emigración, que estamos percibiendo como un grave problema, cuando es una parte sustancial e inevitable de la solución a medio y a largo plazo. Claro que hay que regular los flujos, ajustándolos a las necesidades y capacidad de integración, como políticas de conjunto y aplicaciones nacionales. Claro que hay que combatir el tráfico de seres humanos y la explotación de los irregulares, pero no podemos galopar en una demagogia antiin-migración que se volverá contra los valores y los intereses de Europa.
Felipe González fue presidente del Gobierno español.
"La conjunción del envejecimiento de la población y de la contracción de la fuerza de trabajo interna va a acarrear a Europa consecuencias drásticas. Si no se toman medidas, se traducirá en una presión insostenible sobre los sistemas de pensiones, de sanidad y de protección social, y en unos resultados negativos para el crecimiento económico y la fiscalidad. Si Europa se toma en serio el tránsito a una sociedad del conocimiento, los esfuerzos para mejorar la eficiencia económica y elevar las capacidades de la población existente deben completarse con medidas activas para hacer frente a este desafío demográfico". Proyecto Europa 2030.
Vemos la creciente oleada de protestas contra la reforma de las pensiones en Francia, mezclando a sindicatos y estudiantes, como un problema local, incluso cuando ante nuestros ojos se muestra la evidencia de que aquí, en España, también se han convocado movilizaciones contra la reforma laboral y se anuncian contra las de las pensiones, o no digamos en Grecia, o en otros países de la Unión, como un movimiento de rechazo a las reformas estructurales imprescindibles para abrir un horizonte de esperanza al futuro de Europa en la nueva realidad mundial.Retrasar la edad de jubilación no es lo único. Hay que contar con las mujeres y la inmigración
Debemos cambiar de óptica: la llegada de extranjeros es una parte sustancial de la solución
El día 4 de octubre comparecí ante el Parlamento Europeo para hablar de ese futuro de la UE que ha sido el núcleo de la reflexión del Grupo de Expertos que presidí en los dos últimos años. El debate fue interesante, pero de nuevo tuve la sensación de que veo la crisis como una situación de emergencia que nos afecta a todos en el conjunto de la Unión, que exige respuestas de fondo y coordinadas y que esta percepción de la realidad no es compartida por los interlocutores.
Sin embargo, espero que el Parlamento Europeo entre a fondo en este debate, aprovechando su carácter de representación democrática del espacio público que compartimos como europeos; respondiendo al incremento de poderes que le otorga el nuevo Tratado de Lisboa; enfocando sus prioridades en este esfuerzo de salida de la crisis y de reformas de fondo, para mostrar y demostrar a los ciudadanos europeos que los problemas son de todos y los desafíos tienen más sentido si se enfrentan desde la Unión, aunque los ajustes necesarios sean nacionales.
Pocos interlocutores, más allá de las ideologías, niegan lo que necesitamos, lo que define nuestra ambición. Pero muchos rechazan hacer lo necesario para conseguirlo. Así veremos cómo se debilitan los Gobiernos que lo intentan, sea cual sea su color, y cómo serán sustituidos, por puro desgaste, por otros que tendrán, inexorablemente que enfrentar las tareas pendientes... pero perdiendo un tiempo que no tenemos.
Estamos ligados históricamente a un modelo de economía social de mercado, que hemos exhibido con razón, como el mejor. Mejor para competir, ¡en su momento!; mejor para crear empleo, ¡en su momento!; mejor para garantizar la cohesión social, ¡en su momento!; mejor para la educación, la sanidad y las pensiones, ¡en su momento! Ahora, que vivimos otro momento histórico, queremos que siga siendo lo que fue, porque deseamos vivir en una sociedad solidaria e incluyente, pero sin cambiar nada, aunque reconozcamos y tengamos la evidencia indiscutible de que el mundo cambió y de que para conseguir y preservar esas ambiciones nosotros también tenemos que cambiar.
Pues bien, si lo que deseamos es preservar la economía social de mercado, frente a modelos sin cohesión social, o a una economía de casino sin reglas, tenemos que recomponer nuestros consensos básicos, nuestro diálogo social, para hacer reformas estructurales de hondo calado que nos permitan aumentar nuestra productividad, nuestra competitividad en la nueva economía global y del conocimiento, que añadan a los objetivos que teníamos en la exitosa Europa de la posguerra, un factor de sostenibilidad frente al cambio climático y la sobreexplotación de los recursos que ponen en riesgo la biodiversidad y el equilibrio del planeta.
Si ese fuera, como creo, el objetivo que pocos discuten, habría que analizar qué problemas estructurales tenemos que enfrentar y resolver para conseguir este propósito y reconstruir el círculo virtuoso que le dio éxito económico y social a la Europa de la segunda revolución industrial.
En el año 2000, con la aprobación de la Agenda de Lisboa, ya se fijó como objetivo para el 2010 "ser la primera potencia económica y tecnológica del mundo, con el mejor modelo de cohesión social". Aunque no se diga con claridad, hoy, en la fecha límite, todos reconocen que la estrategia acordada fracasó y que no solo no estamos más cerca de la meta propuesta, sino que estamos perdiendo competitividad en la economía global y que nuestro Estado del bienestar corre riesgos evidentes de insostenibilidad.
Para empezar, viendo el rechazo a las reformas del sistema de pensiones, tenemos que reconocer que el éxito mayor de la sociedad del bienestar se refleja en el incremento de la esperanza de vida. Pero la buena noticia de que vivimos más tiempo y con más calidad, viene acompañada de una no tan buena que es la baja natalidad. O sea, nos estamos convirtiendo en una sociedad de gente mayor, con una pirámide demográfica que se estrechará cada vez más en la base. Esta deriva nos llevará en el año 2050, si faltara inmigración y se mantuviera constante la participación en el mercado de trabajo, a tener 68 millones menos de trabajadores. Esto nos situaría en un coeficiente de población activa / población inactiva de cuatro trabajadores contribuyentes por cada tres jubilados.
La actual edad media de jubilación en Europa es de 62 años para los hombres y de poco más de 60 para las mujeres. Si no se toman medidas en varios frentes, llegaremos a la situación descrita en 40 años, es decir, en el momento en que se jubilarán los jóvenes estudiantes que protestan en Francia. Como todas las proyecciones que encaran el futuro, esta tampoco es inexorable. Se puede y se debe actuar para evitar este escenario con todas sus implicaciones económicas, sociales y políticas. Y la paradoja es que los que creemos en un sistema público de pensiones, cuyo fundamento está en la solidaridad, tenemos dificultad para que se acepten las reformas necesarias para mantenerlo y que los que se oponen -por ignorancia o porque quieren debilitarlo para sustituirlo por "otra cosa"- manipulan la realidad torticeramente. Como ya nos ocurriera en 1985, con la reforma del sistema de pensiones que nos permite un sistema digno como el actual que ahora todos dicen defender.
Compensar la caída a medio plazo de la población en edad de trabajar, frente al incremento de la población de más de 60 o 65 años, nos obliga a plantear una mezcla de políticas, de la que la reforma del sistema de pensiones y de la edad de jubilación es una parte imprescindible, pero solo una parte. Por eso, hay que prolongar la vida activa de la población actual y futura, con estímulos para hacerlo, que podemos diseñar y acordar; considerando la jubilación como un derecho, no como una obligación; reconsiderando los periodos de carencia y calculando la pensión por los salarios o rentas percibidos a lo largo de toda la vida laboral.
Pero además, tenemos que hacer políticas que incrementen la participación de la mujer en la población activa ocupada, con medidas de apoyo para que esto sea compatible con el incremento de la natalidad que necesitamos. El papel de la mujer en esta sociedad del conocimiento, en esta economía abierta, es de vital importancia, incluso más allá de la lucha por la igualdad, porque se plantea como una necesidad insustituible para ganar competitividad en la sociedad del conocimiento aumentando la población activa y corrigiendo la pirámide demográfica.
Pero además, tenemos que cambiar nuestra óptica sobre la emigración, que estamos percibiendo como un grave problema, cuando es una parte sustancial e inevitable de la solución a medio y a largo plazo. Claro que hay que regular los flujos, ajustándolos a las necesidades y capacidad de integración, como políticas de conjunto y aplicaciones nacionales. Claro que hay que combatir el tráfico de seres humanos y la explotación de los irregulares, pero no podemos galopar en una demagogia antiin-migración que se volverá contra los valores y los intereses de Europa.
Felipe González fue presidente del Gobierno español.
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