Esta descripción jocosa, extraída de una viñeta sobre la vejez de los inmigrantes en Francia, habla de gente como Djilali (nombre supuesto), argelino de 78 años y obrero retirado de los ferrocarriles galos. Comprende el francés pero le cuesta mantener una conversación que no sea en árabe. “Me las arreglo para hacer la compra y esas cosas”, dice.
Vive en los nueve metros cuadrados, lavabo incluido, que paga en un albergue para inmigrantes de Toulouse, con cocina y ducha compartida con los vecinos de su pasillo y un trasiego agotador de escaleras para su edad. No tiene amigos en Francia. Su mujer y sus hijos lo esperan cada seis meses en un pueblo cerca de Orán, en Argelia, de donde se marchó en 1959, con 17 años y solo, buscando remedio contra el paro y la pobreza. El país magrebí era entonces un departamento francés – ya sumido por aquellas fechas en un traumático conflicto colonial – mientras que al norte de los Pirineos la metrópolis clamaba por mano de obra barata para la reconstrucción de su posguerra. Los que como Djilali dejaron el norte de África en aquellos años son ahora chibanis (cabellos grises, ancianos) en Francia, la primera gran generación de jubilados extranjeros. En total, según un informe de la Assemblée Nationale, son unas 800.000 personas mayores de 55 años, de las que 350.000 han alcanzado ya los 65, y a las que la jubilación ha vuelto invisibles.
El apelativo cariñoso –chibani- no permite ni de lejos adivinar el aislamiento, la soledad, las pensiones mínimas, las condiciones precarias de vivienda y los rígidos controles administrativos del día a día, más difíciles de sobrellevar para los ancianos que como Djilali están solos en Francia porque nunca pudieron acceder al reagrupamiento familiar. Para traer a la esposa y a los hijos el Estado francés exige una vivienda mucho más grande que la habitación de un albergue e ingresos muy superiores a la pensión de jubilación que perciben estos viejos obreros sometidos durante su vida laboral a la precariedad, el paro o el trabajo sin contrato. La mayoría no llega a los 700 euros mensuales, lo que en Francia significa estar por debajo del umbral de la pobreza (977 euros para una persona sola).
Djilali deja cada jueves su habitación en el barrio de Saint Cyprien para reunirse con otros ancianos magrebís necesitados como él de compañía y orientación. El lugar de encuentro de estos antiguos obreros está en la Case de la Santé, la asociación que en 2009 levantó la voz ante el recrudecimiento de los controles a los ancianos por parte de la Administración francesa. El colectivo fundado entonces, Justice et Dignité pour les Chibanis, llegó a ocupar los locales de la Carsat Midi-Pyrinées (Caisse Assurance Retraite et Santé Au Travail ) para protestar contra el acoso al que la seguridad social sometía a estos chibanis, muchos de ellos analfabetos e incapaces de desenvolverse en francés.
La disciplina en las visitas al país de origen debe ser férrea. Los chibanis están jubilados, pero la ley los obliga a vivir en Francia la mitad de año bajo amenaza de tener que reembolsar sus prestaciones. Esta exigencia tuvo su punto álgido en 2009 y 2010 con controles puerta a puerta en las habitaciones de los albergues de inmigrantes, como en el de Fronton de Toulouse, donde viven 197 personas. Las seguridad social quería comprobar que los jubilados cumplían las condiciones para cobrar una ayuda suplementaria – la ASPA, conocida popularmente como minimun vieilleuse - solo percibida por los que no alcanzan los 700 euros de pensión. Las multas para los que habían estado más de seis meses con sus familias en el Magreb se sucedieron y algunos tuvieron que devolver cuantías de cerca de 22.000 euros bajo acusaciones de fraude que los trabajadores sociales de la Case de la Santé consideran discriminatorias, puesto que afectan ex profeso a los inmigrantes.
Djilali es muy prudente con documentos y plazos, pero hace 13 años pasó sus apuros para demostrar que tenía derecho a una ayuda compensatoria de vivienda en Francia. Su visado, expedido por el Consulado de Orán con la mención “jubilado” probaba, según la Caisse de Aide Personalisée au Logement (APL) -la entidad de la seguridad social encargada de examinar su solicitud-, que no tenía su residencia en Francia a pesar de esta viviendo en un albergue de Toulouse.
“Desde entonces nos hemos manifestado pero no ha habido ningún movimiento por parte de las administración”, se queja Amina Messabis, una de las trabajadoras sociales de la Case de la Santé. La exigencia sigue siendo la misma de entonces: toda persona que perciba esta prestación extra debe residir en territorio francés al menos seis meses al año. Y en este ir y venir impuesto por la burocracia entre el país de origen y el de residencia, abuelos como Djilali, que ha cotizado toda su vida en Francia, viven su vejez en una sospecha continua. “Me gustaría ser libre para ir a mi país cuando quiera. Hemos trabajado, hemos cotizado. ¡No hemos venido a Francia a robar! Pero ahora somos prisioneros”, explica con la ayuda de la trabajadora social, que le hace de traductora.
El caso de Djilali es paradigmático. Se ganó la vida en las vías del tren, en la Societé National de Chemins de Fer (SNFC), la compañía ferroviaria pública.
Fue de aquí para allá arreglando y colocando los raíles y ha dormido muchas noches en estaciones y vagones al lado de sus compañeros de trabajo argelinos y portugueses, el grueso de la mano de obra que a buen precio construyó los Gloriosos Treinta de Francia. Por aquel entonces el mito del retorno gozaba todavía de buena salud: los inmigrantes trabajarían unos años en Europa y después volverían a sus países con lo ahorrado. Unos sustituirían a otros en un ir y venir continuo que tiene su propio nombre, noria. En los años 60 se construyeron miles de plazas en albergues (los llamados foyers de travailleurs migrants, FTM) destinados a hombres solos, obreros, sin apenas vínculos sociales en los países de acogida y alejados del centro de las ciudades.
Con los años el regreso se reveló imposible: Djilali lo intentó pero en Argelia encontró el mismo paro galopante que había dejado al marcharse. En el año 2000, cumplida la edad de jubilación, regreso a Francia. No podía quedarse en Argelia. Todos sus derechos sociales, especialmente el que le da acceso a la sanidad, estaban en Europa. Continúa viviendo en una habitación de albergue, aunque la que ocupa ahora mismo no es la habitual: Adoma, la mayor propietaria de albergues sociales del país, lo ha trasladado a otra residencia porque la suya está en obras. La remodelación, que terminará en abril, forma parte de un lento proyecto de reforma de foyers, inconcluso desde los años noventa, que pretende hacer un poco más confortable la vida en estos edificios austeros de la posguerra.
“El fenómeno de la instalación permanente ha sido objeto de negligencia de los poderes públicos […]. La percepción de la temporalidad favorece la instalación en albergues que mantienen a los trabajadores separados de la sociedad. Estos tenían dos misiones: ofrecer una vivienda barata y dejar a los extranjeros al margen. […] Es un sistema hipócrita que a partir de 1956 finge que estas personas no deben estar en albergues más que unos años, cuando los sigue construyendo con el mismo modelo hasta inicios de los 80”. Las anteriores no son citas de ninguna asociación dedicada al cuidado de los chibanis, sino fragmentos extraídos de un informe elaborado por la Assemblée Nationale el pasado julio a partir de una comisión de información creada para examinar las condiciones de vida de los inmigrantes mayores de 65 años. El órgano admite la falta de reconocimiento de la aportación de los ancianos inmigrantes a la historia de Francia, así como las condiciones de alojamiento indignas derivadas de una lógica segregativa en la atribución de vivienda.
Pero los chibanis y las asociaciones que trabajan con ellos temen que este informe y con él sus 82 propuestas para mejorar la vida de los ancianos nunca salgan del papel. No es la primera vez que ocurre y, al fin y al cabo, son solo sugerencias, aunque de peso, porque afectan a las condiciones que deben cumplir los jubilados para percibir ayudas extras y al tiempo que están obligados a pasar en Francia. En 2007, poco antes de la llegada al poder de Nicolás Sarkozy, la Assemblée Nationale aprobó la ley DALO, que contempla que los inmigrantes puedan disfrutar en sus países de origen del equivalente a la prestación complementaria ASPA sin tener que residir forzosamente seis meses en Francia. La entrada en vigor de esta disposición quedaba pendiente de un decreto que el entonces nuevo presidente de la República nunca llegó a publicar. Marisol Touraine, la actual ministra de Asuntos Sociales, se comprometió la pasada primavera a hacer efectivo lo que ya existe sobre el papel antes de finales de año.
El mismo temor a que todo quede en nada tiene Moncef Labidi, director del Café Social de Belleville, en París. Esta pequeña cafetería en la que se escucha música argelina, se bebe té a la menta y se juega al dominó no es como cualquier otra: además de lugar de evasión, es un punto de asesoramiento de derechos y deberes para los chibanis en un barrio por el que han pasado casi todas las migraciones que tuvieron como destino la capital francesa desde inicios del siglo XX. “Estas personas han llegado para ejercer los trabajos que los franceses no querían porque eran peligrosos o estaban mal remunerados. Casi analfabetos, en lo más bajo de la jerarquía laboral y con salarios muy bajos. Cuando la Caisse de Retraite llega a un albergue hay una especie de discriminación racial. La Administración parte de la idea de que el inmigrante es una persona que hay que controlar. Esa es nuestra protesta, la manera en la que se hace el control, que se parece mucho a una ratonnade administrativa, una caza, es la Administración la que va directamente a cada albergue. Es un control policial. Es la brutalidad del método lo que es contestable. No les dan la posibilidad de ser asesorados”, se queja Labidi.
La asociación Petits Frères des Pauvres de Marsella se topó con los chibanis casi por casualidad. Tras años acompañando a ancianos solos de barrios deprimidos, los voluntarios de esta ONG con presencia en todo el país se dieron cuenta de que entre ellos había un grupo específico, el de los inmigrantes ancianos, que necesitaba ayuda. Desde 2007 acompañan en el día a día a los chibanis que piden auxilio o que son derivados de otras asociaciones o servicios sociales, lo más frecuente. En la actualidad gestionan la cafetería social del albergue Vieille Chapelle, en el sur de la ciudad, y ayudan a mantener los lazos familiares cuando la salud del anciano no hace posibles los viajes o incluso la comunicación telefónica, algo que atormenta a muchos chibanis. “Lo que tratamos siempre es de favorecer el encuentro, porque en los albergues a veces no existen lugares para ello y los residentes no siempre tienen una historia común que los una”, explica Marika Richetto, la responsable de la ONG en Marsella. Para las mujeres es aún más complicado que para los hombres porque normalmente “ellas tienen aún menos hábitos sociales que ellos y la muerte del marido es una ruptura muy fuerte”.
Pero los albergues no son suficientes para alojar a todos los inmigrantes a los que la vejez atrapó lejos de casa. Marsella, la que pasa por ser la última gran ciudad popular de Francia, es un buen ejemplo. En los vetustos inmuebles del céntrico barrio árabe de Belsunce, los marchands de sommeil hacen su agosto con personas de pocos recursos en general y con chibanis en particular. Estos “comerciantes del sueño” llevan décadas en el barrio y todavía alquilan camas a ancianos por 10 euros la noche en edificios a veces sin agua corriente y que no han conocido ni una sola mejora en décadas. El plan de reforma del centro de la ciudad, en marcha desde mediados de los años noventa, permitió que Marseille Aménagement, la sociedad adjudicataria del programa, comprase muchos de estos hotels meublées para reformarlos y poner coto a la vivienda indigna.
Pero algunos de los ancianos que los habitaron casi la mitad de su vida tuvieron que reclamar ante la justicia su derecho a ser realojados. “Hemos tenido que intervenir para evitar expulsiones en edificios de Belsunce a las siete de la mañana. Los propietarios llegaban con perros para intimidar al inquilino”, recuerda el economista Patrick Lacoste, miembro de Un centre ville pour tous, una asociación marsellesa que lucha contra la precariedad de la vivienda y la especulación inmobiliaria. Lacoste cuenta “entre 50 y 60” hôtels meublés en el centro de la ciudad y recuerda que en zonas como la de Belsunce “el 50% de los hogares vive por debajo del umbral de la pobreza”. “La mayoría de los afectados son trabajadores de la construcción que llevaban ahí 40 o 50 años. ¡Son ellos los que han construido los quartiers nord!” -continúa, aludiendo a las cités levantadas tras la guerra de Argelia como respuesta al boom demográfico. “Y además tienen el problema de que si se van a su país con su familia pierden parte de su pensión y para un jubilado eso es mucho. Es una situación colonial”.
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