Su sueño era llegar a la otra orilla. Estamos en el sur de Túnez. Varios hombres de procedencia etíope, sudanesa o somalí esperan ser admitidos en el centro que la Media Luna Roja tiene en Medenine. Llevan semanas esperando que el alto comisionado de la ONU decida qué hacer con ellos.
El pasado mes de septiembre fueron rescatados del mar por una patrulla costera. El barco en el que viajaban zarpó de Libia rumbo a Lampedusa cuando un problema mecánico les dejó vendidos a su suerte en medio del mar. Pasaron una semana a la deriva.
Berhanu iba en ese barco con su mujer. Habían pagado una pequeña fortuna por su pasaje y no tenían ninguna garantía de llegar al otro lado..
“Después de dos días de travesía, sufrimos una avería en el motor”, explica. “Nadie lo había previsto y no habían cargado suficiente comida ni agua así que pronto se agotó. Tras seis días, la gente comenzó a morir. Había varias mujeres encinta que perdieron a sus hijos. Cuando llegamos a Túnez, muchas todavía sangraban”.
Entre los supervivientes se encuentra un pequeño de cuatro meses. Sus padres decidieron emprender la peligrosa travesía del Mediterráneo para huir de la miseria y las amenazas de muerte que recibían en su país.
Ninguno de ellos comtempla regresar, aunque aquí la vida tampoco es fácil. Berhanu nos muestra el dormitorio de los hombres, separado del de sus mujeres. La higiene es mínima. Apenas tienen comida y no disponen de medicamentos. Su única fuente de ingresos son los trabajos que a veces consiguen en la ciudad. Todos esperan marcharse pronto, pero antes tienen que conseguir el asilo político.
“Si nadie nos ofrece una solución, muchos volverán a Libia”, prosigue Berhanu. “Y lo intentarán de nuevo en otro barco. Si tienen suerte, llegarán a Italia. Y si no, morirán en el mar”.
Llegamos al puerto de Zarzis, a unos setenta kilómetros de Medenine. Es aquí donde la guardia costera intercepta la mayor parte de embarcaciones clandestinas que intentan cruzar hasta Lampedusa.
Los viajes se organizan en Libia. Desde la revolución, el tráfico entre ambas orillas se ha intensificado brutalmente. Los pescadores son testigos de ese continuo trasiego. Uno de ellos, llamado por el dinero fácil, decidió un día poner su embarcación al servicio de las mafias. Hizo varias travesías antes de ser arrestado. Su organización actuaba siempre de la misma manera.
“Pasaba hasta cincuenta personas en cada viaje”, explica desde el anonimato. “Primero les traíamos a escondites como éste, donde pasaban dos o tres días. Les dábamos agua y alimento hasta que un barco llegaba para recogerlos”
Cada pasaje cuesta unos 1500 euros. Ese dinero se lo reparten el propietario del barco, el capitán y diversos intermediarios. Se trata de un negocio muy rentable que, con la guerra Libia, experimentó un enorme crecimiento.
En Zarzis hay muchos que han intentado probar suerte al menos una vez. Mohammed y su esposa perdieron a un hijo en el mar. El joven se había embarcado hacia Lampedusa con 120 peronas más.
“Desde entonces no puedo pensar en otra cosa”, confiesa su padre. “Revivo ese momento cada día. Cuando veo las imágenes que aparecen en televisión o cuando simplemente voy al mar se me parte el corazón”.
Aquel sueceso llamó la atención de los medios. Los supervivientes acusaron a un barco militar de haber provocado voluntariamente el hundimiento de la patera. Murieron treinta personas. Pero las demandas que interpusieron los familiares de las víctimas han sido desestimadas. Ahora piden la ayuda de Bruselas para evitar que se produzca una nueva tragedia.
“Tras el último naufragio frente a las costas de Lampedusa, la Unión Europea ha quedado en evidencia”, prosigue Mohammed. “Si facilitaran la obtención de visados, mi hijo seguiría vivo. Habría volado legalmente a Francia, habría buscado trabajo durante algunos meses y al no encontrarlo habría cogido de nuevo su pasaporte y habría regresado a casa”.
Faiçal no cree que Europa vaya a abrir sus fronteras. Dirige una asociación de ayuda a los emigrantes que fracasaron en su intento de cruzar el Mediterráneo y reclama de Bruselas más ayudas al desarrollo en los países africanos para evitar que la población emigre.
“La práctica totalidad del dinero que Bruselas se gasta en inmigración se destina a reforazar la seguridad”, sostiene. “Y no se puede decir que haya un verdadero programa de desarrollo. El año pasado nosotros realizamos quince proyectos con subvenciones. Y este, dieciocho. En total, hemos supervisado sesenta y tres. Es cierto que no basta porque tenemos más de setecientosmil jovenes con estudios en el paro, pero al menos alimenta un poco nuestra esperanza”.
Salem es uno de los emigrantes que se han podido beneficiar de las ayudas europeas a la reinserción. Zarpó en 2011 clandestinamente hacia Francia, pasando antes por Lampedusa. Poco después de llegar a su destino fue encarcelado. Y al salir no encontró trabajo, así que pasados unos meses decidió regresar a su país. Hace año y medio montó un taller.
“Si me hubiera quedado en Francia no habría encontrado trabajo”, asegura. “Los que llegaron conmigo y aún siguen allí están en paro. Ni tienen trabajo, ni un lugar donde dormir, ni nada de nada. Yo regresé aquí, estoy trabajando y tengo un proyecto en marcha que me permitirá ahorrar para el futuro. No volvería a Francia aunque tuviera papeles, aunque me prometieran un alojamiento y un trabajo. No volvería a hacerlo”.
Moez también disfruta de una ayuda europea. Hace tres años abrió una tienda de comestibles que le da para vivir. Primero viajó a Polonia con un contrato de trabajo. Y desde allí llegó a Francia, pero tras cuatro años sin papels decidió regresar. De su estancia en el extranjero guarda muy buenos recuerdos, aunque asegura que no repetiría la experiencia.
“He visto lo que es Europa, cómo vive la gente allí y cómo viven los inmigrantes”, explica. “Muchos de ellos regresan en verano y animan a los jóvenes a seguir su camino. Vienen con sus coches BMW de segunda mano y mienten. Dicen que viven mejor que aquí, que tienen un apartamento de dos o tres habitaciones cuando en realidad viven en una habitación de dos metros cuadrados. Que Dios les perdone, porque mucha gente ha muerto intentado imitarles”.
Y habrá otros, ya que muchos siguen creyendo fervientemente en el sueño europeo y están dispuestos a asumir los riesgos. Isam tiene trabajo, pero quiere marcharse. Será su tercera travesía por el Mediterráneo. La primera acabó en Lampedusa. La segunda le condujo hasta Francia, pero tras dos años en la clandestinidad fue detenido y expulsado del país. Hoy quiere embarcarse de nuevo. Y nada podrá disuadirle de hacerlo, ni siquiera las últimas tragedias.
“Es el destino”, dice. “Hay que buscarse la vida. El que tenga que morir morirá.
Y el que tenga que vivir vivirá. Es así. Nadie puede cambiar su destino, así que yo lo volveré a intentar”, concluye.
euronews / reporter
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