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. Deia. Noticias de Bizkaia
EN el mundo europeo actual, la inmigración plantea problemas serios y complejos. Una inmigración esporádica, de personas individuales aisladas, no implica variación alguna en la vida ni en la estructura de una comunidad humana determinada. Pero una inmigración constante y masiva termina por ser realmente una invasión y, como tal, un fenómeno agresivo que genera riesgos considerables para la comunidad receptora. Por lo pronto, el mayor o menor riesgo depende del tipo de inmigración. Si es culturalmente afín a la cultura de la comunidad que la recibe, el riesgo puede ser mínimo, porque se puede esperar que ambas culturas tiendan a integrarse. A medida que la distancia cultural aumenta, crece exponencialmente el riesgo. Y si la cultura del inmigrante es difícilmente compatible con la cultura de la comunidad de destino, la dificultad y el riesgo pueden ser insuperables. No digamos si, por añadidura, la cultura ajena es agresiva.
Se habla de multiculturalidad, pero… ¿Se sabe de qué se está hablando? Desde luego, creo que la gran mayoría de la población, no. Tal propuesta exige un principio irrenunciable: la reciprocidad, es decir, que todas las partes implicadas no pidan a los demás lo que no quieren que les pidan a ellas. Esto es fundamentalmente inteligible, quizá fácilmente inteligible, pero de cumplimiento práctico muy difícil. Un ejemplo claro de exigencia de reciprocidad nos lo habría dado Noruega que, al parecer, acaba de prohibir toda financiación de mezquitas con dinero de Arabia Saudí en tanto que en este último Estado no se permita la construcción de iglesias. ¡A ver si cunde el ejemplo! Como dice el musulmán sudanés An-Naïm, los musulmanes han de convencerse de que no podemos estar permitiéndoles todo lo que ellos nos prohíben a los demás. Y es de esperar que, poco a poco, se les vayan prohibiendo todas las cosas en las que ellos no aceptan trato recíproco. Que no son pocas.
Hay culturas en las que sus características teóricas actuales, como sucede en el islam, anulan la posibilidad de toda multiculturalidad. Cualquiera que sea el sentimiento y la actitud del Islam hacia dentro de sí mismo, cuando topa con el exterior tendría que renunciar a toda idea de superioridad, de imposición y de conquista. Es natural que a un musulmán le parezca su fe mejor que las de los demás; pero sucede que los judíos, los cristianos y probablemente otros muchos grupos culturales pensamos y sentimos lo mismo respecto de nuestras creencias o de nuestra falta de religión. En una relación de los unos con los otros son inexcusables la modestia y el respeto recíprocos de todos para que sea mínimamente posible una dialéctica de multiculturalidad. Si no existe ese respeto, la relación será de mutua agresión y solo hará posible la guerra.
Con el islam es lo que ha sucedido durante siglos: Francia y España con árabes, sirios y bereberes; Rusia, Grecia, Hungría, Rumanía y pueblos balcánicos con los turcos otomanos hasta época relativamente reciente; es lo que sucede hoy en el interior de China; entre India y Paquistán; en Egipto con los cristianos coptos que son una población del país muy anterior a la musulmana; también en el Sudán entre paramilitares árabes y negros de Darfur, aun cuando esto tenga, además, connotaciones racistas; es un escándalo que se permita que en Irán condenen a muerte a una persona por haberse convertido del islam al cristianismo; finalmente también sucederán éstas y otras cosas similares en Europa dentro de unos pocos años si hay gentes y políticos que sustentan necedades imprudentes, si no se toman las medidas adecuadas ya y si, además, no cambian los musulmanes como gran masa su actitud agresiva e intolerante, lo que hoy por hoy no parece previsible.
Por lo demás, imaginar o pretender que, en general, una amplia masa inmigrante de una cultura muy diferente respete las costumbres y la cultura de la comunidad receptora no es una utopía; es un grave error social y político de consecuencias previsiblemente muy graves. De aquí la dificultad y los riesgos de las pretensiones de multiculturalidad sin adoptar las medidas previas necesarias.
Cualquier persona tiende a arrimarse a aquéllos con los que mejor se entiende. Por ello, la inmigración masiva va formando ya grupos homogéneos aislados -ghettos- en no pocas localidades de nuestras comunidades. Esta conducta y la realidad que produce son inevitable fuente de división y de conflictos que pueden llegar a ser insuperables en términos pacíficos.
El tema de la inmigración exige una reflexión basada en datos reales y alejada de tópicos ideológicos, como el del racismo, o el de la contribución del inmigrante a la vida económica del país de acogida. El primero, porque se usa con una frivolidad a mi juicio imprudente y ajena a la realidad de lo que el racismo significa. No hace falta creer tontamente en la superioridad de unas etnias sobre otras, para advertir el hecho contrastable y comprobado de que surgen graves problemas por el choque de culturas diferentes motivado por la inmigración masiva. El segundo, porque tiene una respuesta obvia en cualquier ciudadano autóctono: la contribución del emigrante está compensada por la obtención de un trabajo y un salario que, sean o no de categoría mejor o peor, siempre son mucho mejor que carecer de ambos, como le sucede a la mayoría de los inmigrantes en su país de origen. Si a esto se añade que aquí tienen derecho a beneficiarse de la protección legal que ofrecen al trabajador nuestras leyes, aun cuando frecuentemente pudiere haber gentes que no las cumplan y exploten a las personas, el valor de esa compensación es incalculable y en sí superior a toda contribución de cualquier persona, sea o no inmigrante. Este punto es, además, sumamente delicado, porque, sobre todo en momentos de crisis y de paro, el autóctono tenderá fácilmente a pensar, a veces con razón y otras sin ella, que le están reduciendo a él sus posibilidades de trabajo.
Finalmente, ante estas avalanchas de inmigrantes sin oficio ni beneficio, de personas que se cuelan sin más, sin ninguna legalización, en otro país, lo lógico sería que las Administraciones empezaran por filtrar eficazmente esos accesos irregulares. Y ya que lo hacen muy defectuosamente, se entiende que prevean prestaciones para reducir en lo posible las situaciones de miseria en la que incurrirían necesariamente estas masas, aun cuando nos cueste un buen manojo de millones a los ciudadanos del país de destino. Solo así puede aliviarse el riesgo de conflictos generalizados derivados de previsibles conductas delictivas, que se dan ya en la realidad y que para poder vivir pueden ser inevitables en muchos casos.
El problema de estas prestaciones estriba en que son gratuitas, pero no están siendo transparentes ni debidamente justificadas. La población autóctona, habituada a un determinado nivel de vida, conseguido y mantenido por el propio esfuerzo y trabajo, tiende a hacer espontáneamente un juicio desfavorable de tales prestaciones gratuitas. Sobre todo, porque no son para sí misma. En épocas de crisis, de paro y de necesidad el carácter negativo de ese juicio se agudiza y exaspera. De aquí a imaginar prestaciones inexistentes y exorbitantes no hay más que un paso que se ha dado ya ampliamente en nuestra sociedad. Creo que el único remedio a este malestar está en que las Administraciones midan bien las ayudas a la inmigración, evitando duplicidades irritantes, si es que las hubiere, y difundan con claridad y eficacia todas las que acordaren o hubieren acordado, añadiendo, por supuesto, la debida justificación de cada una de ellas.
La situación actual no solo favorece los rumores y la frustración del ciudadano; favorece también abusos de los que reciben indebidamente tales prestaciones, permitiéndose, además, mendigar por nuestras calles, y provoca el deterioro de la imagen del inmigrante honesto que percibe lo que está estipulado legalmente, no abusa y no acude sin necesidad a la condición extrema de mendigo.
La decadencia de Estados Unidos.
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